«Tengo malas noticias de Casas Viejas. Me temo lo peor». Manuel Azaña escribió sus primeras impresiones sobre una tragedia que acabaría por tumbar al gobierno, obligaría a convocar elecciones anticipadas y pondría en bandeja el triunfo a la CEDA. En esos apuntes, tomados al vuelo, el presidente se refiere a la desastrosa gestión de la revuelta, lamenta sus dramáticas consecuencias y se compadece del «dolor irreparable de las víctimas». Pero lo que no parece intuir Azaña es que, mucho después de que callaran los fusiles y el silencio volviera a las calles empedradas de Casas Viejas, los ecos del drama seguirían latiendo en la memoria colectiva de este país durante décadas.
Ayer, el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía hacía oficial el expediente que declara y protege como Bien de Interés Cultural los lugares de los sucesos. «Es necesario mantener vivo el conocimiento de este episodio pues arroja luz y adquiere valor patrimonial en la interpretación histórica, trascendiendo lo local para formar parte de la historia del pueblo andaluz». Éstos son los escenarios protegidos.Sede de la CNT. 23.00 horas del 10 de enero de 1933. La rebelión. En el sindicato se fragua la revuelta. Los anarquistas del pueblo quieren sumarse al levantamiento que pretende instaurar el comunismo libertario. Llegan noticias confusas desde el resto de España. Los veteranos, como José Monroy o Juan Estudillo, son partidarios de esperar. Nadie sabe si la insurrección ha triunfado en la capital, en Barcelona, ni en Jerez, ni si quiera en Medina. Pero le toca el turno a Gallinito, un joven faísta, radical e impulsivo. Está cansado de excusas. No piensa continuar jugándose la vida como furtivo. Dice que los burgueses están ganando la batalla, que no ha cambiado nada con el Gobierno de la República.
Aunque no es un buen orador, el coraje le inspira. Villarrubia, otro de los sindicalistas curtidos en el ideario, intenta que los extremistas entren en razón. «¿Queréis convertiros en mártires?», les pregunta. «Estudillo, tienes que detener esta estupidez». Pero la rabia les puede. Gallinito habla de explosivos y de hachas. Algunos le aplauden. Así que salen a la calle, espoleados por el hambre y el abandono, dispuestos a defender una revolución que no existe. El pueblo es suyo.
Cuartel de la Guardia Civil. 06.00 de la mañana del 11 de enero. El asalto. Jerónimo Silva, Sebastián Pavón, Manuel Quijada y Perico Cruz, con la cara tiznada de carbón, permanecen apostados en un muro de la casa de los Espina, frente al cuartel. Son los mejores tiradores del pueblo, educados desde chicos en la caza. Dentro, el sargento Álvarez ya conoce, por el alcalde, la sublevación de los sindicalistas. Intenta avisar a sus superiores en Medina, pero descubre que le han cortado el teléfono. Ordena una ronda de reconocimiento por los alrededores del edificio y en cuanto los guardias ponen un pie en la calle, Jerónimo Silva y los suyos les disparan. Los guardias se ponen a cubierto y suben al segundo piso. Sus capotes, llenos de perdigones, demuestran que los obreros tienen buena puntería, pero el fuego parece inofensivo desde tan lejos. Se confían. El sargento y el guardia Román García Chuesca se asoman a una ventana. Manuel Quijada afina la distancia y les acierta en pleno rostro, a los dos, de un solo disparo. Están heridos de muerte.
Calle Principal. 14.00 horas. El contrataque. Doce guardias civiles de Alcalá, alertados por la falta de comunicación con el cuartel de Casas Viejas, entran en el pueblo. Disparan al aire. El sargento Anarte grita: «Vosotros ocho, a la plaza; vosotros diez, al cuartel...» Mueve fuerzas ficticias. Pretende que los sublevados piensen que son muchos más de los que realmente son. Está nervioso. Sus hombres también.
A esa hora, Rafael Mateo, un campesino sordo y medio ciego, deja de echar maderos a su horno de leña. No aguanta más. Se orina, pero le da reparo hacerlo en casa, delante de una cría. Sale al patio. El balazo de un mauser le acierta en la cabeza. Sus vecinos Manuel Moreno y Juan Cabeza corren a auxiliarle. Son heridos de gravedad. Calle Alta. 17.00 horas. La búsqueda. Guardias civiles y guardias de asalto llegan desde San Fernando, a las órdenes del teniente Fernández Artal, un oficial joven, bien dispuesto, que tiene fama de sensato, precavido y dialogante. La tropa se encuentra con un pueblo fantasma, asustado y silencioso. Ni un alma ronda la calle. Todas las puertas y ventanas están cerradas. La aldea entera aguanta la respiración.
Artal baja la bandera rojinegra que pende de un puntal en la plaza y cuelga la republicana. Comienza a interrogar a algunos vecinos, elegidos al azar. Es duro, algo bronco, pero no cruel. Sólo quiere nombres. Alguien le da el primero: Manuel Quijada.
Patio Cantalejo. 18.00 horas. La paliza. Fernández Artal y otros tres hombres entran en la casa de Manuel Quijada. El sindicalista es pequeño y delgado, así que juegan con él como si fuera un títere. «¿Quién disparó en el cuartel?», pregunta el oficial. Quijada aprieta el gesto y niega con la cabeza. Le llueven los puñetazos en la cara. Su mujer pide clemencia, llora, se tira del pelo. Espera su primer hijo, dice. Quijada, sucio de hollín y de sangre, cae rendido al suelo. Se ovilla. Lo machacan a patadas en la espalda y en la nuca. Artal ya tiene tres nombres: Jerónimo Silva y los hermanos Cruz.
Choza de Seisdedos. 19.00 horas. El asedio. Silva, con Perico y Paco Cruz, se han refugiado en la choza del abuelo Seisdedos, un viejo carbonero al que la edad ha confinado en la cama. Junto a ellos, tres mujeres: María Silva (que pasaría a la Historia como La Libertaria), Manuela Lago (amiga de María), Pepa Franca (viuda de un hijastro de Seisdedos), y sus dos hijos: Francisco, de 18 años y Antonio, de 12.
La casa tiene paredes de barro y lasca, techo de paja y un pequeño corral. Fernández Artal se planta en la puerta y les exige la rendición: «¡Salid y no se tomarán represalias!». Silencio.
El teniente ordena entonces a un número que abra la puerta de un golpe de culata. El guardia Martín Díaz se asoma con cautela. Un disparo a bocajarro le abre la tripa.
El estampido soprende a Artal, que grita a sus hombres que retrocedan hasta un otero desde el que pueden disparar a la choza. «¡Atrás, atrás!». Los balazos arrecian. La calle nueva es un caos. El guardia Fidel Magras tropieza en la huida, se balancea un segundo sobre su propio peso y finalmente se derrumba. Los asediados le aciertan en una pierna. Queda en tierra de nadie. Pide ayuda, pero los sindicalistas mantienen a sus compañeros a raya con una descarga precisa. Magras se arrastra hasta la parte de atrás de la cabaña.
Algunos campesinos, apostados tras la maleza, también acosan a los guardias con perdigonadas endebles. El padre de Manuela Lago, la chica encerrada con Seisdedos por pura casualidad, les dispara desde una azotea cercana, guiándose por los fogonazos de los máusers.
El teniente los insulta. La choza aguanta el cerco y en toda la zona se ha desatado una auténtica batalla. La situación, definitivamente, se le ha escapado de las manos. La Dirección General de Seguridad le insiste para que sofoque la revuelta de inmediato. No sabe cómo hacerlo. O al menos, sin más coste de vidas.
Entonces Fernández Artal tiene una idea.
Choza de Seisdedos. 23.00 horas. La negociación. Manuel Quijada, maniatado, cojea hasta la puerta de la choza (la cara rota por una costra gruesa de sangre y polvo). Balbucea una súplica inaudible. Apenas se le entiende cuando pide a sus compañeros del sindicato que se rindan. Recula, da un paso atrás. La puerta se abre. Artal sonríe. Pero no sale nadie. El aspecto desolador del prisionero provoca justo el efecto contrario. Es Quijada quien entra.
Alto de la calle Nueva. 01.00 horas. La ametralladora. El capitán Rojas, veterano de las guerras de África, marcial, moreno y barrigudo, llega al pueblo con órdenes muy precisas del Gobierno: «Una acción rápida e incondicional que termine con el alzamiento. Tienes que dominar la situación en 15 minutos. Si tienes que hacer fuego contra los sublevados, lo haces. Si tienes que incendiar la choza, la incendias». Ni él ni sus 90 hombres han dormido en 48 horas, patrullando por las calles de Jerez, alertas ante la insurrección.
El teniente le propone retrasar el asalto definitivo hasta primera hora de la mañana, pero Rojas se muestra firme: «Actuamos ahora y aplicamos la Ley de Fugas». Artal se niega. Discuten a voces. «¡Eso no se puede hacer y no lo haremos!». Rojas sentencia: «Las órdenes son las órdenes».
El capitán manda colocar una ametralladora detrás de unas chumberas, en un promontorio que se levanta sobre el barrio Tortuosa. «¡Fuego!», grita Rojas. Su tableteo metálico repica en el valle. Después, se impone de nuevo la madrugada.
«¡Salid con los brazos en alto!». Tras un largo silencio, alguien, desde la choza, lo llama hijo de puta. 03.00 de la mañana. Choza de Seisdedos. El incendio. Un guardia intenta aproximarse sigilosamente a la puerta, donde todavía yace el cuerpo de Martín Díaz. A pesar de que las paredes de barro no han detenido ni una sola bala de la ametralladora, la resistencia sigue vigilante y uno de los anarquistas le sorprende de un disparo. Artal está harto del empeño inútil de Rojas. Le dice que «no se puede derramar más sangre» y le pide que negocie. Pero al capitán le ciega la furia. Busca bolas de algodón y paños de tela. Los empapa de gasolina y envuelve con ellos un puñado de piedras. Luego, en un alarde de poder, como para marcar el rango, ordena a Fernández Artal que arroje al tejado unas botellas de bencina. La paja arde de inmediato. En pocos segundos la choza es una hoguera.
A María Silva se le prende el vestido. Coge al pequeño Manuel de la mano, esquiva el asedio y endereza su carrera hacia las sombras de la calle Nueva. Los guardias, desprevenidos, no disparan. Manuela Lago y Francisco también intentan la huida, pero los tiradores ya están sobre aviso y son cazados antes de que logren dar tres pasos. Una ráfaga seca les siega la vida.
La choza, mientras tanto, se consume. Las llamas bailan sobre los cuerpos desmadejados de Jerónimo Silva, Perico y Paco Cruz, Manuel Quijada, Pepa Franca, Manuela Lago, Francisco García, el abuelo Seisdedos y el guardia Marín Díaz. Fidel Magras, que cayó herido hace unas horas, está vivo.
Plaza del pueblo. 07.00 del 12 de enero. La razzia. El Capitán Rojas, oscuro de pólvora, rompe el gollete de una botella de coñac con el tacón de la bota y bebe. Está rabioso: «Artal, hay que escarmentar a estos hijos de la gran puta o mañana pasará lo mismo». Envía a tres patrullas a registrar las casas del pueblo. «Buscad a cualquiera que tenga armas y traedlo a la plaza».
Los guardias, muy nerviosos, también beben. Uno de ellos vacía el cargador de su pistola contra una ventana. Dice que ha visto moverse una cortina. Antonio Barberán, de 74 años, resulta alcanzado por tres balas y muere. Los supervivientes del asalto al cuartel son los responsables de dirigir las pesquisas.
Detienen a Manuel Benítez ante sus cinco hijos. «Tranquilos, que vuelvo pronto». A Andrés Montiano, tuberculoso, de 20 años. «Ha dormido en casa», lo defiende su madre. «Su cama todavía está caliente». A los hermanos Juan y Manuel García. «No se preocupe usted, madre, que quien nada hace nada teme». A Juan Silva, de 43, tan enfermo que apenas puede levantarse de la silla. Así, hasta completar una cuerda de 12 presos. De todos ellos, sólo Fernando Lago, el padre de Manuela, está implicado en los hechos. Pero Rojas no lo sabe. O le da igual. Y los empuja hasta el corral de Seisdedos, donde aún crujen los huesos calcinados de las víctimas, entre rescoldos humeantes y una peste insoportable a carne quemada.
El capitán saca la pistola. «¿Sabéis quiénes son estos muertos?», pregunta. «Esta es mi hija», dice Lago. «Tenía 17 años». «Pues este es mi hermano», responde Rojas y señala con la punta del arma el cadáver carbonizado del guardia Martín Díaz.
Después da la orden de fuego y un estampido crudo sacude el amanecer. Hoy. En la fotografía que firmó Campúa el 22 de enero de 1933, Casas Viejas es sólo un puñado de chozas, con algunas construcciones encaladas, que se levanta detrás de un muro de chumberas, zarzas y ramaje seco. En una esquina se ve el campanario espigado de la Iglesia del Socorro. Detrás, se abre el valle. Si el fotógrafo intentara repetir la panorámica desde el mismo promontorio, tres cuartos de siglo después, las urbanizaciones construidas en los 90 le taparían la línea del horizonte. La alameda del centro del pueblo tampoco está ya escoltada por la casa cuartel de la Guardia Civil, haciendo una ele precisa con la hospedería, ni la espadaña del templo corona la plaza. La antigua sede de la CNT, en la que se organizó el levantamiento anarquista, es hoy un bar cerrado. El cuartel, una residencia familiar, con geranios y madreselvas que desbordan las jardineras. La geografía de la tragedia, salvo por alguna referencia intemporal –el perfil de un cerro, el trayecto obstinado de una calle, las palmeras–, resulta prácticamente indistinguible.
Durante los días posteriores a los sucesos, los perros desenterraron huesos de las cenizas de la choza y los arrastraron por las calles del pueblo. Ahí, justo en el solar en el que 20 personas perdieron la vida en un drama ejemplar, hoy se levanta un hotel temático, acogedor y muy coqueto.
Cualquiera puede darse el capricho de dormir sobre la memoria de aquel sueño que acabó en tragedia por la módica cantidad de 60 euros.
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