CAPÍTULO
I
SUPERSTICIÓN
Y SUPERCHERÍA DEL SUFRAGIO
A la gran superstición política del derecho divino de los reyes,
dice Spencer, ha sucedido la gran superstición política del derecho divino de
los parlamentos. “El óleo santo ‑añade‑ parece haber pasado inadvertidamente de
la cabeza de uno a las cabezas de muchos, consagrándolos a ellos y a sus
derechos”.
Examinemos esta gran superstición que ha inspirado al primero de
los filósofos positivistas tan elocuentes palabras.
El origen de los parlamentos, ya se trate de países monárquicos,
ya de republicanos, es la voluntad de la mayoría, por lo menos teóricamente. Al
propio tiempo, la supremacía del mayor número descansa en su derecho
indiscutible a gobernar directa o indirectamente a todos. Se dice, y apenas es
permitido ponerlo en duda, que la mayoría ve más claro en todas las cuestiones
que la minoría, y que, siendo muchas cosas comunes a todos los hombres, es
lógico y necesario que los más sean los que decidan cómo y en qué forma se han
de cumplir los fines generales.
De aquí resulta una serie de consecuencias rigurosamente
exactas.
La mayoría de los habitantes de un país tiene el derecho de
reglamentar la vida política, religiosa, económica, artística y científica de
la masa social. Tiene el derecho enciclopédico de decidir sobre todas las
materias y disponer de todo a su leal saber y entender. Tiene el derecho de
afirmar y negar cuanto le plazca a cada instante, destruyendo al día siguiente
la obra del día anterior. En política, dicta leyes y reglas a las cuales no es
permitido escapar. En economía, determina el modo y forma de los cambios,
reglamenta la producción y el consumo y permite o no vivir barato, según su
voluntad del momento. En religión, pasa sobre las conciencias e impone el dogma
a todo el mundo bajo penas severas y mediante contribuciones onerosas. En
artes y ciencias, ejerce el monopolio de la enseñanza y el privilegio de la
verdad oficial.
Ella decide y fija las reglas higiénicas y la conducta moral que
deben seguirse, cuáles funciones sociales corresponden al grupo y cuáles al
individuo, en qué condiciones se ha de trabajar, adquirir riquezas, enajenar
bienes, cambiar las cosas y relacionarse con las personas. Finalmente, y como
digno remate, premia y castiga, y es acusador, abogado y juez, dios
todopoderoso que se halla en todas partes, todo lo dispone y sobre todo vigila,
atento y celoso.
Estas deducciones nada tienen de exageradas una vez admitido que
la ley del número es la suprema ley.
Mas, como las mayorías no pueden realizar por sí tantas cosas,
como no les es dable ocuparse a diario en tan múltiples cuestiones, surge
necesariamente el complemento de la ley, la delegación parlamentaria. Y, al
efecto, por medio de las mayorías, se elige también delegados o representantes
que, constituidas en corporación, asumen todos los poderes de sus
representados, o más bien los del país entero, y así es cómo se genera el poder
omnipotente, el derecho divino de los parlamentos.
Y he aquí que, en el seno de esas cámaras o asambleas de los
escogidos, se aplica de nuevo la ley radical del número y por mayoría se
decretan las leyes a fin de gobernar sabiamente los intereses públicos y
privados, que a tanto alcanza la omnisciencia de los legisladores. De este
modo, un puñado de ciudadanos medianamente cultos, vulgarotes las más de las
veces, alcanza la gracia de la suprema sabiduría. Higiene, medicina,
jurisprudencia, sociología, matemáticas, todo lo poseen, porque el espíritu
santo de las mayorías se cierne constantemente sobre sus cabezas. Tal es la
teoría en toda su desnudez.
Tienese por temerario discutirla, por locura negarla. La
imbecilidad argumenta injuriando.
Pero la sabiduría expresa la verdad. “El pueblo soberano ‑dice
el positivista‑ designa a sus representantes y crea el gobierno”.
“El Gobierno, a su vez, crea derechos y los confiere
separadamente a cada uno de los miembros del pueblo soberano, de donde emana.
¡He ahí una obra maravillosa de escamoteo político!”
Mas, el escamoteo no para en esto. Extiende sus dominios hasta
lo más hondo de los sistemas políticos, porque, una vez afirmada la ley de las
mayorías, se convierte, como veremos muy pronto, en una tremenda ficción que
permite a unos cuantos encaramarse en la cucaña del poder, dictar e imponer a
un pueblo entero su voluntad omnímoda.
Tratemos, pues, antes de hacer la crítica de la ley, de penetrar
este misterio político, poniendo ante los ojos del lector la realidad que
encierra.
CAPÍTULO
II
Los países constitucionales ¿rígense verdaderamente por las
decisiones de las mayorías? ¿Impera en todo o en algo la voluntad de éstas?
Veamos. El Gobierno de una nación, de España, por ejemplo,
convoca en determinado plazo a elecciones generales. Los partidos hacen sus
aprestos para la lucha próxima y llega finalmente el día de la contienda. Por
lo menos se presentarán en cada distrito dos candidatos. Este es el caso más
común. No obstante, en algunos, se presentarán más y no faltarán aquéllos en
que el candidato sea único.
Ciñámonos al caso general y admitamos, verdadero mirlo blanco,
la más perfecta imparcialidad en la lucha electoral. Hagamos cuentas. Sin citar
casos y acumular datos que cada uno puede, sin gran trabajo, buscar por sí
mismo, nos será permitido afirmar que generalmente se abstiene de hacer uso del
derecho electoral de un
Pasemos, no obstante, por alto este cálculo y veamos, en otro
orden de consideraciones, cuál es la representación real del candidato elegido.
Por imparcial que sea un gobierno, por mucho que quiera ceñirse a la legalidad,
y nosotros queremos suponerle el más ardiente deseo de justicia, no podrá menos
de inclinar con su influencia, aun involuntariamente, la balanza electoral. No
hace falta la recomendación expresa, la violencia descarada, el amaño inmoral.
Por ley de naturaleza esta influencia existirá de hecho, influencia si se
quiere impersonal, no deliberada, pero por esto mismo más efectiva y eficaz.
Los empleados públicos votarán, sin que nadie se lo mande y por o contra su
voluntad, al candidato oficial. A su vez, los amigos y deudos de éste se verán
arrastrados a influir, cuando menos moralmente, con sus palabras, con sus
consejos, cerca de cuantos con ellos tengan relaciones sociales de cualquier
índole. Las autoridades judiciales, eclesiásticas, militares, etc, aun
manteniéndose en la más absoluta pasividad, serán nuevas recomendaciones para
que muchos, sin consultar sus propias ideas, voten al candidato del Gobierno o
del cacique. Verdad que los deudos, amigos y parientes del candidato de
oposición harán lo mismo; pero su influencia y su poder serán menores que el
poder y la influencia de los elementos gubernamentales.
¿Puede ponerse en duda lo que dejamos dicho? Pues no hagamos ya
cuentas; la aritmética sobra. El elegido no tendrá otra representación real que
la de una minoría exigua que acepta sin discusión el representante designado
por las autoridades de partido o por el mismo gobierno.
¿Y qué diremos si los candidatos son más de dos? ¿Podrá nunca el
elegido representar a la mayoría de los electores? Sucederá siempre que,
sumados los votos de los derrotados y las abstenciones, la suma arrojará una
cantidad superior a la obtenida por el candidato triunfante.
Se nos dirá que, en muchos casos, no hay lucha electoral porque
el candidato es único. Y bien: cuando en un distrito o localidad sólo se
presenta un candidato, es, o por la indiferencia del cuerpo electoral, o por la
seguridad de que nada se podrá contra la influencia del gobierno. En estos
casos, la abstención es casi absoluta. Todo el mundo lo sabe y lo confiesa,
aunque siempre aparece LEGALMENTE una nutrida votación. De uno o de otro modo,
el elegido representa, cuando más, al propio gobierno y a sus caciques
oficiales y no tiene, por tanto, la representación real de ningún elector.
En la mayor parte de los distritos rurales, que es donde con más
frecuencia se da el caso del candidato único, ni siquiera se abren los
comicios. Los personajes más influyentes, o los que componen el Ayuntamiento,
que casi siempre son aquéllos, se reúnen un día y ellos son los que deciden
libremente sobre la representación parlamentaria de la localidad. Todos los
votos, sin exceptuar uno, el padrón, como suele decirse, es para el candidato
previamente designado. Se levanta un acta con las formalidades de rúbrica, y
elección hecha. A veces se llega hasta remitir al cacique el acta en blanco.
Nosotros lo hemos visto en Galicia, en Castilla y en Andalucía. No pecaremos
afirmando que, salvo las formas, lo mismo ocurre en toda España.
Estos representantes de tan extraño modo elegidos, en la mayor
parte de los casos no reconocen siquiera sus distritos ni éstos les conocen a
ellos, y por lo tanto no puede haber entre unos y otros compenetración de
necesidades ni deseos en los elegidos de velar por los intereses que
desconocen. El elector, a todo esto, permanece indiferente, como si supiera de
antemano que nada tiene que esperar del legislador y que todo se reduce a un
juego a cartas vistas.
¿Qué representación puede entonces atribuirse una asamblea de
tal manera formada? La de una microscópica minoría, cuanto más.
Supongamos, sin embargo, falso nuestro análisis, y admitamos que
cada uno de los representantes de la nación lo es en virtud de la voluntad,
libremente manifestada, de una mayoría. Aún así, cada representante habrá de
hallarse frecuentemente en conflicto entre los intereses generales, que la ley
le manda atender, los particulares que sus electores le exigen sirva. Diráse
que colectivamente los diputados producen una resultante armónica que
satisface, a la vez que al interés común del país, a los parciales intereses de
cada localidad. Mas, aun supuesta aquella metafísica concordancia de intereses,
¿están de acuerdo siempre los representantes en lo que conviene a la nación?
Mejor dicho, ¿lo están alguna vez? Y, cuando lo están, ¿atienden verdaderamente
los intereses y necesidades de sus representados?
Se trata, por ejemplo, de aumentar los derechos de importación
del trigo. Los diputados castellanos querrán el aumento. Pero los diputados
gallegos, valencianos, aragoneses, etc., pretenderán que los trigos entren
libremente en España. Si se trata de tejidos, Cataluña tendrá opinión contraria
a la de gran parte del resto del país. Si de vinos, Andalucía y Castilla, por
ejemplo, no opinarán como Galicia y Asturias. ¿Qué ocurrirá? Que los diputados,
atentos sobre todo a las instrucciones del gobierno, no a la voluntad del país,
que por otra parte no puede formularse en una expresión unitaria, entrarán en
transacciones y acomodamientos, de los que resultará una ley contradictoria o
incolora, una ley que no satisfará ningún interés público ni privado, una ley
que dejará descontentos a todos y levantará tempestuosas protestas; una ley, en
fin, que no satisfará más intereses que el interés gubernamental, una amalgama
burdamente hecha en beneficio del legislador.
Los Parlamentos representan colectivamente a sus respectivos
países. Un grupo heterogéneo de hombres se atribuye la representación de toda
una nacionalidad. Su misión es obrar de acuerdo con las necesidades generales,
no con las de cada grupo de electores. Esto es, al menos, teóricamente. Pero,
¿cómo conocerán los representantes el interés y las necesidades generales si no
pueden siquiera darse cuenta de las necesidades e intereses más inmediatos de
los grupos que les eligieron? En la práctica, las cosas ocurren de otro modo.
Los representantes del país procuran acomodarse por conveniencia lo más posible
a las necesidades supuestas de la comarca a que pertenecen; pero resulta que,
aunque los diputados castellanos voten lo que desea Castilla, por ejemplo,
siempre serán vencidos por el resto de sus colegas del Parlamento, y así los
castellanos tendrán que soportar las imposiciones de las demás comarcas. Y esto
se generalizará, a menos que por una sola vez en la historia, se dé el caso de
que dieciséis o veinte millones de hombres estén de acuerdo en la adopción de
una ley, de una regla cualquiera. De aquí que no haya ley que satisfaga
verdaderamente los generales intereses y necesidades y sí una cierta entidad
metafísica, vaga, indeterminada, una sombra; pero sombra sin cuerpo, que a
tanto alcanza la ficción legislativa gubernamental.
Esto aparte, se comprende bien que, en virtud del procedimiento
mismo, ninguna ley cumpla los amplios fines que se le atribuyen. Elegidos los
miembros del Parlamento por sufragio, aún habiendo obtenido cada uno de ellos
verdadera mayoría de votos, quedan naturalmente huérfanos de representación
muchos grupos de ciudadanos que restan, por tanto, su conformidad a las leyes
formuladas. Y, como luego éstas nunca tienen a su cuenta la unanimidad de
pareceres del cuerpo legislador, resulta que a toda ley hay que restarle la
conformidad de los electores derrotados en los comicios la de aquéllos que
representan los diputados que disienten de la mayoría, y por fin, la de los
electores abstenidos; lo que, traducido al lenguaje de la brevedad, quiere
decir que hay que restarle la opinión de la inmensa mayoría del país.
Todavía tendremos que atender los argumentos de los federales.
Nos dirán que todo lo expuesto es rigurosamente cierto; pero que ocurre a causa
del sistema centralizador que informa nuestra organización política.
Entendámonos. Lo que hemos dicho respecto de los Parlamentos nacionales, no
dejaría de ser cierto aplicado a Parlamentos comarcales, no deja de serlo
respecto a los municipios. La federación fracciona el hecho, no lo destruye. Lo
que hoy es cierto para una nación grande, lo sería mañana para la serie de
naciones chicas federalmente constituidas. La autonomía no hace más que
contraer la cuestión a una esfera más reducida. Además, aún dentro de la
federación, queda en manos del poder central una porción de asuntos; de modo
que entonces habría casos en que nuestra crítica sería perfectamente aplicable
a las asambleas nacionales, y otros en que lo sería igualmente a las cámaras
cantonales y a los municipios. Porque el mal no nace del espíritu más o menos
centralizador de un organismo, sino de la legislación y del despotismo numérico
que, como principio de acción política, aceptan lo mismo el federalismo que el
unitarismo.
De hecho, pues, cualquiera que sea el sistema político, resulta
siempre que es una minoría la que gobierna.
Aun prescindiendo de la inmensa inmoralidad del cuerpo
electoral, de los desafueros del caciquismo y de la poderosísima influencia
oficial, que no son, como se dice, un mal solamente en España, sino que coge de
arriba a abajo a todas las naciones constitucionales, la ley de mayorías es una
ficción formidable que permite el agiotaje organizado descaradamente por los
que han hecho de la política profesión lucrativa y a su amparo acrecientan sus
riquezas por medios más bajos que los que empleaban en Sierra Morena o en los
montes de Toledo el bandido clásico de la clásica tierra del Quijote y Sancho.
Y no cabe argüir que con la generalización del sufragio y el
triunfo de la democracia será verdad la ley del número, porque, aparte el
ejemplo que nos dan las naciones republicanas, conviene recordar el período de
la revolución en España, con sus diputados impuestos desde abajo a garrotazo
limpio, cuando no a tiros; conviene recordar que, a falta de caciquismo
gubernamental, subsiste siempre el caciquismo de localidad y de partido, el
caciquismo de comité; conviene recordar que durante aquel período se persiguió,
atropelló, encarceló y deportó a cuantos estorbaban por impacientes, por
internacionalistas o por mil motivos pequeños, y que tal persecución no tenía
otro objeto que el de asegurar una aparente mayoría cuyo apoyo era necesario
para mantenerse en el poder (1873).
Y, en último análisis, si se quiere se insiste en que la más
perfecta equidad democrática haría caer por su base nuestra crítica, todavía
preguntaremos: ¿Y cómo se garantizará la igualdad de condiciones y la libertad,
por tanto, de emitir el voto al campesino que depende del jornal que le da el
amo, del usurero que le presta y del monterilla que le amenaza? ¿Cómo se hará
para que el cura, con sus anatemas y excomuniones, no coarte la libertad
personal? ¿Y qué, para que el siervo del taller pueda votar contra la voluntad
del patrono, para que el fabricante arrastre unos centenares de votos con la
simple amenaza, expresada o no, de la privación del pan para el día siguiente?
¿Cómo proceder para que la inmensa mayoría de la sociedad, que vive bajo la
dependencia humillante de la minoría adinerada, pueda votar libremente?
El obrero y el campesino saben bien que no disponen de su voto,
que es para el amo, aunque éste no lo pida. En millares de casos, basta el
temor de la pérdida del jornal para que el obrero y el campesino abdiquen
voluntariamente todo derecho individual. El empleado público y el de empresas
particulares piensan lo mismo, y sin esfuerzo ofrécense de antemano a la
esclavitud y a la anulación de su voluntad. El industrial y el comerciante en
pequeña escala no olvidan sus compromisos con el gran capitalista que cobra
letras de cambio o sirve pedidos que muchas veces es necesario pagar tarde y
mal. La libertad soñada se escurre así de entre las manos. Y esto no hay
monarquía ni república que lo destruya.
Inútil, completamente inútil extremar la cuestión. La ley de las
mayorías trae aparejado el imperio despótico de los menos, de los que tienen el
privilegio del señorío, no otorgado voluntariamente por talentos o virtudes
reconocidas, sino impuesto por amaños e iniquidades de toda especie.
La superstición será bastante poderosa para que continúe
creyéndose locura el simple hecho de dudar de la virtud, de la sapiencia de las
mayorías y de la bondad de sus determinaciones; pero la experiencia y el
entendimiento prueban la falsedad de la ley de las mayorías, que se convierte
irremediablemente en el despotismo sin freno de los menos.
CAPÍTULO
III
Si del examen de los hechos resulta demostrada la falsedad de la
ley del número, parece innecesaria toda crítica razonada de los principios en
que se funda. Mas, si se tiene en cuenta todo el poder de la preocupación que
impacientará a muchos incrédulos, pese a nuestras deducciones, no se juzgará
inútil la labor que acometemos.
Podría atribuirse a impurezas de la realidad lo que es la
insania del principio mismo y afirmar, no obstante todas las experiencias en
contrario, la posibilidad de regirse por las decisiones de las mayorías, Y en
este supuesto nos toca demostrar, aún a trueque de hacer monótono este trabajo,
la falsedad de la pretendida ley en todos los aspectos.
Convencidos del radical antagonismo entre la libertad individual
y la preponderancia avasalladora de la masa, negamos toda autoridad
constituida, ya provenga de la fuerza, ya provenga del número. Para que el
individuo y el grupo puedan coexistir sin destruirse, es necesario aniquilar
cualquier forma de la imposición del uno sobre el otro. Para nosotros, que
fundamos nuestros ideales en la libertad individual ilimitada,
Y, como este criterio de la libertad excluye toda idea de
subordinación a las mayorías, vamos a demostrar que la ley del número es falsa
en sí misma y que la sociedad puede arreglar todos sus asuntos sin apelar al
procedimiento del sufragio.
Afírmase, por los mantenedores de esta pretendida ley, que las
mayorías, o más bien las pretendidas mayorías, gozan de ilimitación en sus
derechos, y la práctica prueba ciertamente su aserto.
Sin embargo, las leyes casi nunca se cumplen; la mayoría de los
hombres las esquivan; los más enérgicos las repudian. ¿En qué consiste esto? En
la imposibilidad real de comprender en una, o en varias leyes, la inmensa
variedad de los intereses, de las costumbres y de las condiciones. Cada
individuo, cada colectividad tiende a diferenciarse produciéndose de distinto
modo; mientras que la ley trata de uniformarlos y obligarles a obrar y
conducirse de una misma manera. Los intereses comunes no pueden ser
reglamentados uniformemente, porque la comunidad no es nunca tan estrecha que
no suponga fraccionamiento y serie, divergencia y oposición. Para que la
identidad de los intereses se verifique, es necesario que, viniendo de abajo,
se establezcan relaciones de solidaridad voluntaria y espontáneamente de
individuo a individuo y de grupo a grupo, de forma que alcancen a comprender,
en una resultante más o menos definida, todos los miembros sociales. Entonces,
en esta organización seriada de las partes, cada una de éstas habrá conservado
su sello especial y su personalidad, esto es toda su libertad.
La rebelión, falta de verdaderos motivos determinantes, dejará de producirse,
tanto más cuanto que aquella organización no sería por su naturaleza misma
inmutable, sino el producto consciente de la voluntad de sus componentes en
cada momento del tiempo y en cada lugar manifestada. Pero este procedimiento es
precisamente opuesto a la regla de las mayorías, como que se genera en la
personalidad libre y en ella tiene su asiento, y por tanto constituye la
negación rotunda del derecho de legislar atribuido a aquéllas.
Pues sometamos al análisis la cosa negada, a trueque de
evidenciar luego la justicia de la negación.
Reduzcámonos a los límites de un país cualquiera.
A todos los que vivimos en España, por ejemplo, nos interesa
mantener relaciones comerciales con los demás países. ¿Qué haremos?
¿Decidiremos el pleito a favor del libre cambio? ¿Votaremos por la protección?
El asunto es de la mayor trascendencia y debería augurar un acuerdo casi
unánime. No obstante, las opiniones se dividirán grandemente: unos querrán
comer y vestir barato sin pensar en la paralización del trabajo nacional; otros
querrán fomentar este trabajo, importándoles un bledo la carestía del pan, de
la carne, del vino, del vestido, etc. ¿Tendrán aquéllos derecho a imponernos la
holganza forzosa y la miseria? ¿Lo tendrán éstos a obligarnos a trabajar como
bestias y a concluir también por la holganza y el hambre cuando las
consecuencias del sistema hayan llegado a su límite?
Según los partidarios de la ley del número, la verdadera
solución la poseen unos cuantos millares de imbéciles que, por ser los más,
gozan del supremo derecho de gobernarnos. La mayoría, en efecto, es la llamada
a decir cómo se va más pronto a la miseria general; la mayoría acordará, con
razón o sin ella, que el país perezca o por abundancia de productos importados,
o por insuficiencia de los de propia fabricación; la mayoría tendrá el bárbaro
derecho de condenarnos a muerte por hambre; la mayoría estará revestida de
poder bastante para hacer lo que se le antoje sin miramientos ni cortapisas de
ningún género.
Examinemos otro ejemplo.
A todos los españoles interesa por igual vivir en paz con los
otros pueblos. Pero, en
¿Qué diremos de la organización del país? Es preciso vivir bien,
y la vida social depende de las formas políticas adoptadas. ¿Preferiremos
¿A qué amontonar más ejemplos?
Ya que la mayoría está capacitada para decidir sobre todas las
cosas, deberá estar impuesta en todas las ciencias. Mas su ignorancia es tan
grande como ilimitadas son sus prerrogativas. Ella, a pesar de todo, podrá
imponer como regla de salud pública los mayores absurdos higiénicos. Ella podrá
reglamentar las faenas agrícolas mandando que se siembre y se recolecte cuando
se le antoje. Ella podrá llevar sus leyes al taller, a la fábrica y al hogar;
y, a la hora de la muerte y en plena agonía, sus reglamentos acompañarán
nuestra descomposición, siguiéndonos luego hasta dejar nuestros cuerpos siete
codos bajo tierra.
Se nos dirá que no son tan ilimitados sus derechos. No obstante,
¿puede negarse que la mayoría se nos impone desde que nacemos hasta que
morimos? ¿Puede negarse que higiene, trabajo, la existencia entera, por ella
están reglamentados?
Y, en fin, si sus derechos tienen límites, ¿quién los determina?
Filósofos, metafísicos, teólogos de la ley del número inventarán prodigiosos
escamoteos de la verdad; pero, ¿quién habrá de fijar el límite si no la mayoría
misma? ¡Limitarse voluntariamente, cercenar su propio poder! ¡Esta sí que es
una obra de maravillosa prestidigitación!
Indudablemente. La ley de las mayorías no es la ley de la razón,
no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se
verifica precisamente al contrario, o sea por impulso de las minorías, o, con
más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión abierta con
la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas
negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad.
Cierto que ésta, aceptando luego la hipótesis individual, ha coronado siempre
la obra; pero el impulso no ha venido jamás de las mayorías.
Contra la opinión de la multitud, se descubrió un nuevo mundo y
la tierra continúa dando vueltas y más vueltas por el espacio infinito. Contra
la opinión de las mayorías, la locomotora resbala sobre los carriles y la
palabra vuela del uno al otro confín con rapidez vertiginosa. Pese al parecer
de nuestros mayores, se navega sin velas y sin remos y contra viento y marea. Y
en fin, contra la opinión del gran número se surcará los aires y se navegará
por las profundidades del océano, del mismo modo que, en
tiempo no muy lejano, se levantará de las ruinas del mundo actual un mundo
mejor, presentido por unos cuantos ilusos, entre cuyo número tenemos el honor
de contarnos.
Y ¿no han caído contra la opinión de las mayorías los reyes
absolutos? ¿No han sido destronados los reyes constitucionales? ¿No hemos
suprimido la esclavitud? ¿No hicimos otro tanto con la servidumbre? ¿No lo
haremos muy pronto con el proletariado, última forma de dependencia entre los
hombres? ¿No se registran en la evolución religiosa los mismos aspectos y
modalidades, hasta el punto de que hoy el mundo pertenece a la negación del
dogma, al libre pensamiento y, al ateísmo, a pesar de los poderes religiosos
todavía subsistentes?
Toda, absolutamente toda la historia, es una negación de la ley
del número, de la bárbara, sí, de la bárbara ley del número. Cada paso que
hemos dado ha sido en lucha abierta con los demás. En ciencias y en artes, lo
mismo que en política y economía, lo mismo que en la vida práctica, todo se ha
hecho contra la voluntad y las decisiones de las mayorías.
¿Continuaremos cantando las excelencias del número, de la
suprema ciencia y de la suprema razón de los más? ¿Juzgaremos aún poco menos
que temerario poner en duda los derechos limitados o ilimitados de la mayoría?
CAPÍTULO
IV
EJEMPLOS
Y ERRORES DE
Pasemos a otro orden de consideraciones.
Mañana, veinte, cuarenta, cien individuos constituyen una
sociedad para fomentar la instrucción laica. Cada uno concurre con su fuerza
moral, con su posición en la sociedad y con su dinero a la consecución de los
fines que todos persiguen. ¿Podrá la mayoría disponer que, al día siguiente,
todos los fondos y todo el valimiento de la agrupación se dedique a la
enseñanza religiosa? Si no puede tanto, la ley del número queda negada, puesto
que la limita. Si puede realizar nuestra hipótesis, la ley de las mayorías es
la ley de la fuerza y la ley del despojo erigida en principio de justicia.
El buen sentido dice que, en todo caso, si los miembros de una
sociedad difieren en los fines, la sociedad debe disolverse. Cada cual quedará
así libre de asociarse con sus colegas en propósitos y satisfacer sus
aspiraciones.
Podría ocurrir asimismo que, estando los asociados conformes en
los fines, no lo estuviesen en los medios. Podrían querer unos que la enseñanza
se contrajese a individuos que reuniesen ciertas condiciones. Podrían querer
otros que se la diese a todos sin diferencia alguna. ¿Sería razonable que
dominase la restricción porque así lo quisiere la mayoría? Si así fuese,
valdría tanto como levantar altares al privilegio y a sus mantenedores,
poniendo por encima de la razón y del desinterés la ignorancia y el egoísmo. Y
entonces, como siempre, la ley del número representaría el imperio de la fuerza
y de la brutalidad.
A una diferencia tal de pareceres, ahora como antes, corresponde
la disolución de la sociedad. Cada grupo, quedaría en libertad de obrar como
mejor le pareciera, y la experiencia demostraría a todos cuál era el mejor
camino para llegar al fin propuesto.
A los reparos que pudieran hacérsenos sobre la inestabilidad de
las asociaciones, contestaremos por anticipado que, de la subordinación del
pensamiento y de la conducta de unos socios a los de otros, nada duradero ni
práctico puede esperarse y que, siendo la experiencia la gran piedra de toque
de todas las contiendas, siempre será preferible la multiplicidad de las
prácticas a la limitación de las ya habituales. Por otra parte, entendemos que
toda agrupación debe concretar bien y con claridad los fines para que se
constituye y los medios que ha de aplicar, cuidando siempre de mantener la
independencia personal completa. Si esto se hace, nada o casi nada habrá que
resolver luego; y aquellas cosas de poca monta, que son generalmente
indiferentes a los socios porque su ejecución no vale la pena de dividir las
opiniones, se las resolverá de común acuerdo y sin agitaciones estériles. Por
lo general, en las sociedades reglamentadas y sometidas a la ley del número, no
son las mayorías las que deciden estas pequeñas cuestiones, sino la voluntad de
los más activos, sean pocos o muchos. En estas agrupaciones privadas, en que la
ley no tiene la trascendencia de un principio general, de una ley propiamente
dicha, ocurre, no obstante, lo mismo que en la sociedad política. Un pequeño
núcleo de individuos lo arregla todo, de todo dispone y todo lo hace.
El que haya pertenecido o pertenezca a sociedades de recreo, de
cooperación, de política, etc., habrá visto o verá producirse continuamente en su
seno luchas violentas por verdaderas bagatelas. A pesar de la pretendida ley,
no se vive un momento en paz bajo la tutela sapientísima de las mayorías. Por
la cosa más trivial se encrespan, se irritan y tratan siempre de imponerse, con
razón o sin ella; casi siempre sin razón. Esto demuestra precisamente su
arbitrariedad, pues que provoca y no tolera la rebeldía, y puesto también que,
a su pesar, las cosas sociales marchan en el más complejo desbarajuste cuando
de lo que se trata es exactamente de lo contrario.
¿Y nada nos dice la ineficacia de la pretendida ley? ¿Nada sus
negativos resultados? ¿Nada sus mil perturbaciones?
¿Cómo explicarse la persistencia de la generalidad en afirmar y
sostener la ley del número, no obstante tantos hechos y tantas pruebas que la
destruyen?
¿Cómo se explican todos los errores humanos? De un lado, por el
interés de los favorecidos en educarnos en la preocupación. De otro, por la
preocupación misma heredada y transmitida de unos a otros durante siglos.
En último término, los más sinceros convienen en que es
razonable cuanto se diga contra el régimen de las mayorías; pero no comprenden
cómo pueden hacerse las cosas de otro modo en sociedad. Reconocen que el hábito
de los andadores es pésimo y no se imaginan, sin embargo, la posibilidad de
echar a andar sin ellos.
Apenas una ley es promulgada por la mayoría supuesta o real,
multitud de descontentos pide que se la reforme, que se la modifique, y lo pide
precisamente a los que la han redactado; votado y promulgado. Hágase o no la reforma,
el caso es que la mayoría, o sus representantes, se han equivocado, que se
equivocan todos los días. Y es siempre a la una y a los otros a quienes se pide
que deshagan un error que no tienen por tal.
Es el fruto natural de la gran superstición política de los
parlamentos derivada de la superstición de las mayorías. Es el mundo terráqueo
inmóvil en el centro del Universo, a pesar de todas las demostraciones y
experiencias que enseñan lo contrario.
CNT-AIT Puerto Real
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