El poder corrompe a los mejores
Mijaíl Bakunin
El Estado es nada más que esta dominación y explotación
regularizada y sistematizada. Hemos de intentar demostrarlo examinando la
consecuencia del gobierno de las masas del pueblo por una minoría, al comienzo
tan inteligente y dedicada como se guste, en un Estado ideal, fundado sobre el
libre contrato.
Supongamos que el gobierno está confinado solo a los mejores
ciudadanos. En un comienzo estos ciudadanos son privilegiados no por derecho,
sino por hecho. Han sido elegidos por el pueblo porque son los más inteligentes,
ingeniosos, sabios, y valientes y comprometidos. Tomados desde las masas de
ciudadanos, quienes son considerados todos iguales, aún no conforman una clase
aparte, sino un grupo de privilegiados solo por naturaleza y por esa razón
señalados por la elección del pueblo. Su número es necesariamente muy limitado,
pues en todos los tiempos y países el número de personas dotadas de cualidades
tan destacables que automáticamente comandan el respeto unánime de una nación
es, como nos lo enseña la experiencia, muy reducido. Por lo tanto, bajo la pena
de tomar una mala opción, el pueblo siempre estará forzado a escoger sus
líderes de entre ellos.
Aquí, entonces, la sociedad se divide en dos categorías, si
es que aún no decimos dos clases, de las cuales una, compuesta por la inmensa
mayoría de los ciudadanos, se somete libremente al gobierno de sus líderes
elegidos, la otra, formada por un número pequeño de naturalezas privilegiadas,
reconocidas y aceptadas como tales por el pueblo, y encargados por ellos para
que les gobiernen. Dependientes de la elección popular, al comienzo se
distinguen de la masa de ciudadanos solo por las mismísimas cualidades que les
recomendaron para su elección y son naturalmente, los más dedicados y útiles de
todos. No se asumen aún para sí mismos ningún privilegio, ningún derecho
particular, excepto el de ejercer, en tanto el pueblo lo desee, las funciones
especiales con las que han sido encargados. Para el resto, por su manera de
vivir, por las condiciones y medios de su existencia, no se separan en modo
alguno de todos los demás, de modo que una igualdad perfecta sigue reinando
entre todos. ¿Puede esta igualdad ser mantenida por largo? Nosotros afirmamos
que no puede y nada es más fácil que probarlo.
Nada es más peligroso para la moral privada de una persona
que el hábito de mandar. La mejor persona, la más inteligente, desinteresada,
generosa, pura, infaliblemente y siempre se malogrará en este oficio. Dos
sentimientos inherentes al poder nunca fallan en producir esta desmoralización;
estos son: el desprecio por las masas y la sobreestimación de los méritos
propios.
“Las masas”, una persona se dice a sí misma, “reconociendo
su incapacidad de gobernar por su propia cuenta, me han elegido a mí como su
jefe. Mediante ese acto han proclamado públicamente su inferioridad y mi
superioridad. Entre esta multitud de personas, reconociendo difícilmente algún
igual a mí, solo yo soy capaz de dirigir los asuntos públicos. El pueblo tiene
necesidad de mí; ellos no pueden arreglárselas sin mis servicios, mientras que
yo, por el contrario, puedo arreglármelas muy bien por mí mismo; ellos, por lo
tanto, deben obedecerme por su propia seguridad, y al condescender en
obedecerles, les estoy haciendo un buen favor”.
¿Acaso no hay algo en todo ello como para hacer que una
persona pierda su cabeza y su corazón también, y que se desquicie de orgullo?
Es así que el poder y el hábito de mandar se vuelven incluso para el más
inteligente y virtuoso, una fuente de aberración, tanto intelectual como moral.
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