1º DE MAYO
El camino de la emancipación obrera está lleno de sangre, de sudor, de tortura y prisión, de lágrimas y de muerte. Ni un solo logro y derecho consolidado por los trabajadores le ha sido regalado nunca por nadie a la clase obrera. El lema fundamental de la Asociación Internacional de los Trabajadores (A. I. T.), desde el momento mismo de su fundación en 1864, ha sido: “La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos, o no habrá tal emancipación”. Quien renuncie a comprometerse con esa liberación está forjando sus propias cadenas, y también las que encadenarán a sus hijos y a los hijos de sus hijos.
El Congreso Obrero de Canadá y Estados Unidos de 1885 acuerda la fecha de 1º. de Mayo de 1886 como día de huelga general para enarbolar las justas reivindicaciones anuales, que, entonces eran las de “las tres Gracias”, ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de ocio y cultura. Los internacionalistas Parsons, Fielden y Schwab dan un mitin ante 25.000 obreros, otro más el día 3, donde Spies explica las razones de la huelga. Se abuchea a algunos obreros esquiroles a la salida del trabajo. Interviene la fuerza pública. Terror y huídas. Aquella noche, se hicieron asambleas en el Lehr- und- Wehr -Verein (Centro para la Enseñanza y la Defensa) para analizar la situación y se editaron 20.000 ejemplares del manifiesto ¡Trabajadores, manifestáos con toda vuestra fuerza! El día 4, los mítines se sucedían uno tras otro.
El gran acto se celebraba en Haymarket. Hablaron Spies, Parsons y Fielden. Estaba terminando este último, cuando 200 guardias avanzan con las armas dispuestas. Estalla un petardo, caen varios agentes, descargas cerradas, las calles cruzadas por las balas... Se detuvo a los ciudadanos a voleo, se forzó la entrada en domicilios, los oradores fueron a parar a prisión. La Prensa, siempre del poder, se despacha a gusto: En The New Tribune, se lee: “A gente que pide más jornal y menos jornada hay que recibirla con bombas de mano”. El New York Herald manifiesta: “Los trabajadores deberán contentarse con jornales más bajos y jornadas más altas. Deben resignarse a la suerte que Dios les reserva”. Escribe el Chicago Tribune: “Para un vago harapiento, la mejor comida es una carga de plomo en el estómago”. Los testigos de cargo, en el juicio contra los detenidos, son malhechores comprados para que depongan en contra de los acusados, y por fin el 20 de agosto de 1887 se dicta veredicto: condena a muerte para Spies, Fischer, Engel, Parsons y Lingg. Fielden y Schwab fueron condenados a cadena perpetua, y Neebe a 15 años de prisión. Lingg se suicidó en la prisión la antevíspera de la ejecución, que se produjo por ahorcamiento en la persona de los otros cuatro, el 11 de noviembre de 1887.
Seis años más tarde, en 1893, el nuevo gobernador de Illinois, Algelot, convencido de la inocencia de los ajusticiados, rehabilitó su memoria y liberó al resto de los encausados. Oficialmente, se haría la declaración de que habían muerto “víctimas de una odiosa maquinación, juzgados por un tribunal ilegal que no pudo demostrar ninguna culpabilidad”. Pero ellos, dignos y enteros, fueron al encuentro de la muerte con toda serenidad. Recitaban a coro el poema que el poeta Heine había dedicado al levantamiento de los tejedores de Silesia.
Silenciosos, no brilla el llanto de ellos.
Con los ojos secos, crujen en sus dientes fúnebres canciones
Les prohibieron entonar la Marsellesa. (“La Internacional” no existía, entonces todavía, pues no sería interpretada, por primera vez, hasta 1888). En el patio, al pie del patíbulo, nadie pudo amordazarles. Entonces, entonaron “Los bateleros del Rhin”, “Los remeros del Volga”, y por fin, allí sí, “La Marsellesa”. Eran las 11 de la mañana, el eco de los cánticos retumbaba en los muros, los paredones, por las calles de Chicago. En el último escalón y cuando ya el verdugo los cogía del brazo, Spies gritó: “¡Salud, oh tiempos en que nuestro silencio será más elocuente que nuestras voces!”. Fischer lanzó la exclamación: “ Hoch die Anarchie!”, “¡Viva la Anarquía!”. Parsons prorrumpió: “¡Dejad que se oiga la voz del pueblo!”. Engel exclamó: “¡Hurra por la Anarquía!”…
El 11 de noviembre, un cortejo de 20.000 personas los acompañó hasta la tumba. Se les había prohibido llevar cintas o claveles rojos en el pelo, en la solapa o en el pecho. Cantaban la balada de Laurie:
Los amados dioses nos favorecen,
pero no os fiéis en el propio Dios.
Somos hijos de la Naturaleza
y vivimos en abierta guerra
con las clases de arriba
Se les dio sepultura en el cementerio de Waldheim. Son tumbas donde, aún hoy, no pasa un solo día en que no haya flores frescas sobre ellas. En la oración de muerte, dijo el letrado Black: “Estos hombres no han muerto de muerte deshonrosa. Amaban la paz y la justicia. No estamos aquí para llorarlos. Han muerto porque eran anarquistas. Amaban la anarquía filosófica, científica, revolucionaria, humana”. Y, allí, el poeta Teitzel manifestó: “Ante estos cadáveres, todos los corazones han de jurar solemnemente: “queremos lo que estos hombres querían. Cuando, en el porvenir, suene el nombre de estos mártires, temblará el sistema que los ha sacrificado. Nunca consiguió el hacha cercenar el derecho. Jamás se ha podido agarrotar la verdad en la horca. No habrá límites para el pensamiento. No tenemos motivos para llorar a estos asesinados. Han muerto la muerte de los héroes.” Y también entonces sonaron las estrofas de Herweg:
Bastante hemos amado,
Ahora es tiempo de odiar
Así es la historia primera del primer Primero de Mayo.
Recreado del Memorial Chicago de Tomás Cano Ruiz y publicado, originariamente, en CNT nº 267, portada y pág. 4. Mayo 2001.
Extraído del libro Reflexiones para la Acción (III) de Jose Luis García
Rúa
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