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lunes, 2 de noviembre de 2015

MARTIN VILLA: EL GOBERNADOR RADICALMENTE FALANGISTA DE BARCELONA


Martín Villa: el gobernador “radicalmente falangista” de Barcelona

En 1984, tras haber abandonado cualquier responsabilidad política, Rodolfo Martín Villa dejaba escrito en sus memorias que, poco antes de morir, el propio Franco no percibía como necesaria la continuidad de las instituciones del régimen franquista, consciente de los “grandes cambios que en España iban a acontecer” una vez él ya no estuviera presente. La atribución de la frase al dictador –absolutamente grotesca–, así como el sesgado relato de sus memorias, servían a Martín Villa para legitimar la propia trayectoria política durante el franquismo como una preparación de la transición y, al mismo tiempo, darle un sentido de continuidad con los cargos que ocupó en los primeros compases de democracia parlamentaria.

Además de ser paradigmático de una operación de maquillaje muy común entre quienes ejercieron alguna cuota de poder –y tuvieron alguna responsabilidad en el ejercicio de la represión– durante los últimos años del régimen, el caso de Martín Villa resulta especialmente cercano, puesto que, durante el último año y medio de vida de Franco, Barcelona lo sufrió como gobernador civil (cargo que, como máxima autoridad gubernamental en la provincia, tenía bajo su responsabilidad la aplicación de la política de orden público). Si bien la imagen que se terminó imponiendo del paso de Martín Villa por Cataluña nos dibuja a un político dialogante y atento a las distintas sensibilidades existentes en el seno de la sociedad barcelonesa, una mirada en profundidad nos obliga a introducir matices importantes en esta visión.

Devoto de José Antonio

Cuando, en mayo de 1974, Rodolfo Martín Villa llegó a Barcelona como gobernador civil y jefe provincial del Movimiento (responsabilidades que eran ejercidas por la misma persona), ya hacía años que había dejado en el armario la camisa azul, pero no así las ideas falangistas. Su entrada en las estructuras del partido único del régimen se había producido –como era trayectoria natural de las generaciones de dirigentes franquistas que ya no habían hecho la guerra– a través del Frente de Juventudes, donde se integró de muy joven para hacer olvidar la militancia de izquierdas de su padre. Con todo, esa temprana elección, en la que de alguna forma pudo influir la necesidad, pronto ser convertiría en un convencido compromiso. Así lo demuestra su carrera política posterior, tanto en el Sindicato Español Universitario (el SEU, sindicato único estudiantil), del que fue jefe de Madrid y, luego, jefe nacional (1962-1964), como de la Organización Sindical Española (la OSE, el sindicato vertical del régimen).

Sobre su etapa en el SEU, a la que pertenecen las conocidas imágenes de Martín Villa con la camisa azul falangista, él mismo decía en 1971, en una entrevista: “mi formación en el SEU y sus instituciones hace que me considere, sea cualquiera la consideración legal que a la Falange se le otorgue, como hombre radicalmente falangista, con el orgullo de quien a la Falange atribuye lo más positivo y avanzado del Régimen nacido el 18 de julio”. Teniendo en consideración estas palabras, entra dentro de toda lógica que en aquellos mismos años no tuviera ningún inconveniente en ser fotografiado –como se puede comprobar en más de una entrevista– al lado del retrato de José Antonio Primo de Rivera que tenía colgado tanto en el despacho como en el domicilio familiar.

Tras su paso por el SEU, José Solís lo apadrinó dentro del sindicato vertical, en el que ejerció varios cargos. Entre ellos, el de delegado provincial de Sindicatos de Barcelona (1965-1966) –su primer aterrizaje en la provincia– y, más adelante, el de secretario general de la OSE (1969-1973). No era poca, pues, la experiencia política que Martín Villa había acumulado con 39 años, cuando fue destinado por segunda vez a Barcelona.

“Apertura” limitada

La muerte en atentado de Luis Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 propició que Carlos Arias Navarro asumiera la presidencia del gobierno. El nuevo jefe del consejo de ministros –cargo que Franco había ostentado hasta junio de 1973, momento del nombramiento de Carrero– pronto hizo púbico un programa etiquetado de “aperturista”, pero que en realidad tenía mucho de continuismo y poco de voluntad de reforma (y nada, por supuesto, de pretensiones de cambio de régimen).

Martín Villa, el último de los varios gobernadores civiles que designó el nuevo gobierno en sus primeros meses de mandato, estaba llamado a ser, pues, el hombre de la “apertura” en Barcelona. Y así ha sido a menudo caracterizado su mandato: como una etapa de relajación de los rígidos criterios imperantes en materia informativa y cultural. Ciertamente, en consonancia con la línea impuesta desde Madrid, el gobernador promovió un mayor acceso a la información, pero de forma limitada y sólo en algunos ámbitos. En materias consideradas sensibles, como las noticias sobre la enfermedad de Franco o sobre el entonces príncipe Juan Carlos, Martín Villa ordenó una permanente vigilancia y rigor. Asimismo, las publicaciones clandestinas sufrieron siempre un estricto control.

Una víctima especialmente representativa de ese clima fue el periodista Josep Maria Huertas Claveria, que en agosto de 1975 fue sentenciado a dos años de prisión –de los que finalmente cumplió ocho meses– por injurias al ejército, en un consejo de guerra en el que el Gobierno Civil no ahorró informaciones para complementar la instrucción. En el ámbito cultural, a pesar de la autorización de algunos recitales de cantautores identificados con el antifranquismo –como el de Raimon en el Palacio de los Deportes de Barcelona el 30 de octubre de 1975–, las autoridades provinciales mantuvieron actualizada una lista de artistas vetados, entre los que se encontraban, entre otros, Paco Ibáñez, Lluís Llach, Joan Manuel Serrat o Jaume Sisa. Hubo, sí, una cierta “apertura”, pero muy limitada.

Implacable contra el antifranquismo

Respecto a la oposición, la política de Martín Villa apenas se diferenció de la tendencia general de endurecimiento de la represión, en un contexto de deslegitimación creciente del régimen y proliferación de luchas en todos los ámbitos. Fruto de esa situación, en reuniones internas del gobernador civil con altos cargos policiales hasta se llegó a prever, en caso de graves alteraciones del orden público, la militarización de determinados servicios públicos (como el metro), de sectores estratégicos (agua, gas, electricidad) o de la producción de alimentos básicos (como el pan), hecho que evidencia la inquietud de las autoridades ante la eventualidad de tener que afrontar situaciones de gran ingobernabilidad.

Un episodio concreto puede ayudar a ejemplificar el talante de Martín villa en este terreno. La noche del 30 de abril de 1975, dos persones fueron tiroteadas por la policía en Santa Coloma de Gramenet mientras repartían propaganda convocando a movilizarse durante el Primero de Mayo. En protesta, cuatro asociaciones de vecinos de la ciudad enviaron un escrito al gobernador, quien, como respuesta, les hizo llegar una carta en la que esgrimía el “derecho de autodefensa que asiste a un miembro de las Fuerzas de Orden Público”. Curiosa autodefensa, cabría añadir, la que se ejerce a tiros ante el reparto de octavillas.

Pero si algo hay que denunciar especialmente del mandato de Martín Villa como gobernador civil de Barcelona, es el auge que se produjo de las agresiones y atentados ultrafranquistas, especialmente a partir de la primavera de 1975. El entonces subjefe provincial del Movimiento, Antonio Casas Ferrer, ha sido acusado de haber ejercido no sólo de interlocutor, sino también de protector y animador de esos comandos. De lo que no hay dudas es de que, lejos de tratarse de “incontrolados”, eran simples títeres de las autoridades: como revelaba un documento policial de noviembre de 1977 referido precisamente a la zona de Barcelona, las actividades de esos grupos eran controladas por la Jefatura Superior de Policía, que los tenía identificados a casi todos y que controlaba sus actividades –especificaba el informe– en un 80%.

Un legado envenenado

Antes de vestirse –como hicieron tantos otros– la camisa de demócrata, Martín Villa todavía ocuparía importantes responsabilidades políticas. Primero, en el gobierno formado inmediatamente después de la muerte de Franco –en el que Arias Navarro se mantuvo en la presidencia–, como ministro de Relaciones Sindicales. Luego, en el ejecutivo formado en julio de 1976 por Adolfo Suárez, como ministro de la Gobernación. La victoria de la UCD en las elecciones de junio de 1977 permitió que se mantuviera prácticamente otros dos años en el cargo, bajo la denominación de ministro del Interior. La continuidad en la violencia policial y, sobre todo, por lo que respecta a la “guerra sucia”, lleva a pensar que, por lo menos, desde el ministerio no hubo voluntad alguna de poner coto a este tipo de prácticas.

De hecho, poco antes de los comicios que sellaron definitivamente el fin de la dictadura, en sus últimas decisiones como integrante de un gobierno que no había sido refrendado en las urnas, Martín Villa situó a dos hombres especialmente identificados con la represión en puestos clave del organigrama policial: a José Sainz como subdirector general de Seguridad y a Roberto Conesa como comisario general de Investigación. Igualmente, para que no quedaran dudas sobre su apoyo a determinadas figuras, hizo condecorar a dos de los máximos exponentes de las brutalidades del franquismo: por un lado, al propio superagente Conesa, y, por el otro, al policía Antonio González Pacheco, Billy el Niño (medalla de oro y de plata, respectivamente, al mérito policial). Se trataba del último gesto de soberbia de un franquista –y falangista– convencido, reciclado en demócrata sólo por la fuerza de los acontecimientos.

 

 Pau Casanellas : es historiador. Ha publicado Morir matando. El franquismo ante la práctica armada, 1968-1977 (Catarata, 2014) y –en coautoría– Gobernadores. Barcelona en la España franquista (1939-1977) (Comares, 2015).

 


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