La peste religiosa
La peor de todas las enfermedades mentales que embrutecen al
hombre es la peste religiosa.
Como todo tiene su historia, esta epidemia no deja de tener
la suya: solamente tiene de particular que es muy perniciosa, aparte de lo que
tiene de bufa. El viejo Zeus y Júpiter tronante eran unos dioses muy decentes
y, podemos añadir, esclarecidos si se les compara con la ridícula Trinidad del
árbol genealógico del buen Dios, cuyos personajes no son menos crueles,
brutales y ridículos que los primeros.
Por otra parte no queremos perder el tiempo con los dioses
caducados, puesto que en la actualidad no causan perjuicio alguno, sino que
sólo criticaremos a esos charlatanes fabricadores de la tempestad y del buen
tiempo, en plena actividad actualmente, y a estos terroristas del infierno.
Los cristianos tienen una Trinidad, es decir, tres dioses;
sus antecesores, los judíos, se contentaron con uno solo. Esto aparte, los dos
pueblos constituyen una civilización muy divertida. El Antiguo y el Nuevo Testamento
son para ellos la fuente de toda sabiduría, y por eso es preciso leer de buen o
mal grado estas santas escrituras si se desea ponerlos en ridículo.
Examinemos
simplemente la historia de estas divinidades y veremos, desde luego, que
suministra materiales suficientes para caracterizar al conjunto. He aquí, pues,
la cosa expuesta sucinta y brevemente.
Al principio, Dios creó el cielo y la tierra. Él se encontró
desde luego en medio de la nada, lo cual debía de ser bastante triste para que
el mismísimo Dios se aburriera de tal situación. Pero como que es una bagatela
para un Dios esto de hacer los mundos de la nada, creó el cielo y la tierra
como un charlatán sacude los huevos y las monedas en el interior de su manga.
Más tarde se dedica a fabricar el sol, la luna y las estrellas. Ciertos
herejes, a los cuales se conoce por astrónomos, han demostrado, hace ya
muchísimo tiempo, que la tierra no es ni ha sido jamás el centro del universo;
que no ha podido existir antes que el sol, alrededor del cual continuamente da
vueltas. Estas gentes han demostrado que es una gran barbaridad esto de hablar
de la creación del sol, de la luna y de las estrellas después de la tierra,
como si ella, comparada con el sol, la luna y las estrellas, fuese alguna cosa
especial y extraordinaria. Hace mucho tiempo que los niños que concurren a las
escuelas saben que el sol es un astro, que la tierra es uno de sus satélites y
que la luna, para así decirlo, no es más que un subsatélite; saben igualmente
que la tierra, en comparación con el universo, está muy lejos de desempeñar un
papel superior, antes por el contrario, no es más que un grano de polvo en el
espacio. Pero ¿es tal vez que este Dios se dedica a la astronomía? Él hace esto
y todavía más, y se burla de la ciencia y de la lógica. Es por esta razón por
la que después de fabricar la tierra hizo la luz y, en seguida, el sol.
Un hotentote sabe perfectamente que sin el sol la luna no
puede existir; pero Dios… por lo visto, no llega a concebir lo que sabe el
hotentote.
Vayamos más al fondo
de la cuestión. La creación andaba perfectamente; pero no había todavía
vida en ella y, como el Creador deseaba divertirse, hizo al hombre. Solamente
haciéndole, prescinde de uno de los aspectos particulares de su manera de
proceder. En lugar de hacer esta creación por un simple mandato, se encuentra
de sobra perplejo y, tomando un prosaico puñado de barro, modeló al hombre a su
imagen y semejanza; luego sopló… y le dio un alma. Como que Dios es
todopoderoso, bueno, justo, en una palabra, la complacencia y amabilidad en su
esencia, vio en seguida que Adán (con ese nombre bautizó a su escultura de
barro) si estaba solo se aburriría desmesuradamente y maldeciría su
insoportable existencia; para evitarlo le fabricó entonces una joven, una
encantadora Eva.
Seguramente la experiencia le habrá demostrado que lo de
fabricar muñecos de barro era ya un trabajo muy impropio para un Dios; así
pues, prescindió del barro y empleó otro método. Tal vez se dedicó a otros
experimentos, pero debemos hacer constar que la Biblia no nos dice nada sobre
este particular. La cuestión principal es que arrancó una costilla a Adán y la
convirtió inmediatamente en una hermosa mujer; inmediatamente decimos, porque
la velocidad en hacer las cosas no debe de ser un arte de brujería para un
dios. Además, tampoco nos cuenta la Biblia si le causó dolor a Adán el que le
arrancaran una costilla, ni si ésta fue sustituida posteriormente por otra, o
si debió de contentarse con las que le quedaron después de la divina operación
quirúrgica.
Las ciencias modernas han demostrado que tanto los animales
como las plantas, formadas de un conjunto de simples células, han ido
adquiriendo paulatinamente, durante el transcurso de millones de siglos, las
formas que actualmente tienen.
Ellas han establecido, además, que el hombre no es más que
el producto más perfecto de este larguísimo y continuo desenvolvimiento y que
no solamente hace algunos millares de años que el hombre no hablaba todavía y
se acercaba mucho al tipo animal, en la verdadera acepción de la palabra, sino
que debe descender de los animales más inferiores de la escala zoológica,
puesto que toda otra suposición es inadmisible. Partiendo de esta premisa, la
historia natural nos hace considerar a Dios, cuando fabrica al hombre, como un
charlatán ridículo; pero ¿para qué insistir en esto? Seguramente que esto que
decimos no es del agrado de los corifeos de este Dios.
Que sus historias tengan o no un sello científico, no
importa; es indispensable creer, si no sucede así, Dios os enviará a buscar por
el diablo (su competidor), lo cual supongo que no debe de ser muy agradable,
pues en el infierno reinan no solamente las lágrimas y los continuos rechinar
de dientes, sino, lo que es peor todavía, quema el fuego eterno, un gusano
insaciable os roe y la pez ardiente os envuelve en aquel antro.
Después un hombre sin cuerpo, es decir, un alma, será asada;
su carne será tostada, sus dientes rechinarán todavía más, llorará sin ojos y
respirará sin pulmones; los gusanos roerán sus huesos enterrados eternamente en
la fosa y aspirará su nariz el olor sulfuroso… todo esto eternamente. ¡Maldita
historia!
Fuera de esto, Dios, como dijo él mismo en su crónica, la
Biblia, especie de autobiografía, es excesivamente caprichoso y ávido de
venganza; en fin, un déspota de primer orden.
Apenas Adán y Eva fueron creados, ya fue ya preciso gobernar
la raza humana; por esta causa, Dios emitió un código con esta prohibición
categórica:
"No comeréis del
fruto del árbol de la ciencia".
Desde entonces no ha existido ningún tirano, coronado o sin
corona, que no haya lanzado, a su vez, esta prohibición a la faz de los
pueblos.
Pero Adán y Eva desobedecieron esta orden y Dios los expulsó
del paraíso, condenando a ellos y a sus descendientes para siempre a los más
rudos trabajos. Además los derechos de Eva le fueron suprimidos y ella fue
declarada sirvienta de Adán, a quien debía prestar obediencia.
La severidad de Dios hacia los hombres no sirvió de nada; al
contrario, cuanto más aumentaba más le desobedecían. Se puede uno formar idea de
la fuerza de su propaganda cuando se lee la historia de Caín y de Abel, hasta
que Caín mató a su hermano. Caín se fue a un país extranjero y tomó mujer. El
buen Dios no nos dice ni de dónde venía ni dónde estaba ese país, ni las
mujeres que contenía, lo cual no debe asombrarnos si tenemos en cuenta que
puede haberlo olvidado cuando estaba sobrecargado de trabajos de toda especie,
o se dedicaba a arrancar costillas para hacer mujeres.
En fin, cuando la medida estuvo llena, Dios resolvió el
exterminio de todo el género humano por medio del agua.
Solamente escogió una familia para hacer un último ensayo, y
debemos hacer constar que anduvo con poco tino en la elección, a pesar de toda
su sabiduría, puesto que Noé, el jefe de los supervivientes, se mostró prontamente
como un gran calavera, divirtiéndose con sus hijos. ¡Qué podía salir de tal
padre de familia!
El género humano se esparció de nuevo y produjo muchos
"pobres pecadores". El buen Dios habría hecho bien haciendo estallar
su divina cólera al ver que todos sus castigos ejemplares, como la destrucción
de ciudades enteras, Sodoma y Gomorra, por el azufre y el fuego, no servían de
escarmiento.
Entonces él ya había resuelto exterminar a toda esta
canalla, cuando un acontecimiento de los más extraordinarios le hizo variar de
intento; sin esto la humanidad ya habría desaparecido.
Un día se apareció cierto "Espíritu Santo" a una
joven desposada. El escritor de la Biblia, es decir, Dios, dice que el Espíritu
Santo es él mismo. Por consiguiente, en este momento se nos presenta Dios bajo
dos formas diversas. Este Espíritu Santo tomó la forma de un pichón y se
presentó a una mujer conocida con el nombre de María. En un momento de dulce
transporte de gozo, el pichón "cubrió con su sombra" a la mujer y he
aquí que ella puso en el mundo un hijo, sin que todo eso fuera en menoscabo de
su virginidad. Hay que advertir que esta mujer era ya casada.
Dios, desde entonces, se llamó Dios padre, cuidándose muy
bien de hacernos saber que él no tuvo más que un hijo, no solamente bajo la
forma del Espíritu Santo, sino también por la parte del hijo. ¡Sublime
consideración! El padre es su propio hijo, del mismo modo que el hijo es a la
vez su padre, y los dos a la vez son el Espíritu Santo. Con este soberbio
galimatías se forma la Santísima Trinidad.
¡Y mientras tanto, pobre cerebro humano, tente quieto,
puesto que por el acto de pensar te podrías ganar inmensas penas! Nosotros
sabemos por la Biblia que Dios padre había resuelto exterminar a todo el género
humano, lo cual causó inmensa pena al Dios hijo. Entonces el hijo (que, como ya
sabemos, es uno mismo con su padre), tomó todas las culpas sobre sí (el hijo,
como ya sabemos, con el padre son una misma cosa), y para aplacar la cólera de
su padre se hizo crucificar por aquellos mismos a los cuales quería salvar del
exterminio proyectado por las iras paternas.
Este sacrificio del hijo (que es a la vez su padre) fue tan
del agrado del padre, que publicó una amnistía general, la cual está todavía en
vigor en los tiempos que corren.
Trataremos también
del dogma de las recompensas y del castigo del hombre en el "otro
mundo".
Hace ya muchísimo tiempo que está probado científicamente
que no hay otra vida que la del cuerpo, y que el alma -lo que los charlatanes
religiosos denominan alma- no es otra cosa que el órgano del pensamiento, el
cerebro, el cual recibe las impresiones por los órganos de los sentidos y que,
por lo tanto, el movimiento del cerebro debe cesar necesariamente con la muerte
corporal. Pero los enemigos jurados del progreso y de la libertad humana
prescinden de los resultados de los experimentos científicos, los que penetran
asaz lentamente en el pueblo.
Es de este modo como predican la vida eterna del alma.
¡Infeliz de ella en el otro mundo si el cuerpo que la aprisionaba no ha seguido
puntualmente en esta vida las leyes de Dios! Además, estos buenos sacerdotes
nos lo aseguran; Dios, tan bondadoso, tan justo, tan magnánimo, se ocupa de los
más mínimos pecadillos de cada uno y los registra en sus libros de actos (aquí,
lo que admiro es el trabajo de comprobación y de contabilidad). Al lado de
esto, ved el lado cómico de sus exigencias:
Mientras exige que los recién nacidos sean remojados con
agua fría (bautizados) en honor suyo, con evidente peligro de que un resfriado
los lleve a la tumba; mientras aprueba con gran placer que numerosas ovejas
creyentes le canten sus letanías y que los más fanáticos de su partido le
canten sin interrupción piadosísimos himnos solicitándole toda suerte de cosas,
desde la más sencilla a la más imposible; mientras se mezcla con los guerreros
sanguinarios haciéndose inciensar y adorar como "Dios de las
batallas", se pone furioso cuando un católico come carne un viernes de
cuaresma o no va regularmente a confesarse, y se irrita igualmente cuando un protestante
es irreverente con los huesos de los santos, o con las imágenes y otras
reliquias de la virgen casada que concibió a su hijo; o por si algún fiel deja
de hacer su peregrinación anual con el espinazo doblado, las manos juntas y los
ojos entornados hacia el cielo. Si un hombre muere "en pecado", el
buen Dios le inflige una pena horrenda, al lado de la cual los azotes, todos
los tormentos de las prisiones y destierros, todas las penas sentidas por los
condenados a presidio y todos los suplicios inventados por los tiranos aparecen
como un agradable entretenimiento. Este buen Dios supera en crueldad bestial a
todo lo que pueda concebirse de más malvado sobre la tierra. Su cárcel se
denomina infierno, su verdugo es el demonio y sus castigos duran eternamente.
Pero, por ligeras faltas, y a condición de que el
delincuente muera católicamente, le concede el perdón de sus pecados mediante
una condena más o menos larga en el "purgatorio", que se distingue
del infierno como en Rusia se diferencia la cárcel del presidio.
El que está en cuarentena en dicho purgatorio no es
transportado sino después de una residencia relativamente corta, disfrutando de
una disciplina no muy despótica. Los supuestos "pecados mortales" no
son castigados en el purgatorio; lo son en el infierno. Entre estos últimos es
preciso incluir los blasfemos de palabras, en pensamiento y en escrito. Dios no
tolera no sólo la libertad de prensa y de expresión, sino que impide y
prescribe los pensamientos e ideas en ciernes que pudieran disgustarle.
Vencidos los déspotas de todos los países y de todos los
tiempos, superados dichos tiranos por escogimiento y duración del castigo, este
Dios, pues, es el monstruo más horroroso que uno pueda llegar a figurarse. Su
conducta es aún más infame si se tiene en cuenta que en el mundo entero, toda
la humanidad, tiene reguladas sus acciones por su divina providencia.
En consecuencia, él castiga las acciones de los hombres, de
los cuales es el único inspirador. Los tiranos de la tierra de todos los
tiempos, tanto pasados como presentes, son buenos y amables comparados con este
monstruo. Pero si place a este Dios que alguien viva en su gracia, entonces le
castiga antes y después de su muerte, puesto que el paraíso prometido es
todavía más infernal que el infierno. No se tiene allá ninguna necesidad, antes
al contrario, todos los deseos son satisfechos antes que la necesidad sea
sentida.
Mas, como no puede haber ninguna satisfacción sin que haya
deseo de algo, seguido del cumplimiento de éste, el cielo ha de ser bien
monótono e insípido. Se está en el cielo eternamente ocupado en contemplar a
Dios; se oyen siempre las mismas melodías tocadas con las mismas arpas; allí se
canta continuamente el mismo cántico, que de tanto repetirse ha de hacer el
efecto monótono del Mambrú se fue a la guerra. En fin, es la sosería y fastidio
llegados al grado máximo. La estancia en una celda aislada, a nuestro modo de
ver, sería preferible.
Nada de extraño hay en que los ricos y los poderosos se
procuren el paraíso en la tierra y, burlándose del cielo digan, como el poeta
Heine: Nosotros dejamos el paraíso a los ángeles y a los payasos.
Y, sin embargo, son justamente los ricos y los poderosos los
que dan mayor brillo a la religión. Seguramente ésta forma parte de su oficio.
Al mismo tiempo es una cuestión de vida o muerte para la clase explotadora, la
burguesía, que el pueblo sea embrutecido por la religión; su poder aumenta o
decrece según aumenta o disminuye la locura religiosa.
Cuanto más partidario de la religión es el hombre, más creyente
es. Cuanto más cree, menos sabe. Cuanto menos sabe, es más bestia, y cuanto más
bestia, más fácilmente se deja gobernar.
Esta lógica fue conocida por los tiranos de todos los
tiempos y por eso hicieron alianza con el cura. Algunas divergencias ha habido
entre estos enemigos de la libertad del género humano por recabar cada uno para
sí la mayor suma del despotismo, pero no ha sido esto obstáculo para que
vivieran unidos para embrutecer, oprimir y explotar el linaje humano.
Los curas saben perfectamente que su dominio sobre las
conciencias se acabaría el día en que no le prestasen ayuda los tiranos y los
ricos. Y los ricos y los poderosos no ignoran que su imperio desaparecería el
día en que los curas no embruteciesen moral e intelectualmente a las multitudes.
Todos los curas indistintamente, no importa la secta a que pertenezcan, han
sembrado con feliz éxito en el seno de las masas la idea de que este mundo es
un valle de lágrimas, le han infiltrado al mismo tiempo la idea de respetar y
someterse a la autoridad, con la expectativa de una vida más feliz en el otro
mundo.
Wendhorst, el jesuita por excelencia, dio a entender muy
claramente, en el calor del debate parlamentario, lo que los fulleros y los
charlatanes representan a este respecto. "Cuando la fe disminuye en el
pueblo -dice- éste se da cuenta de que no puede soportar su miseria y se
subleva". Esta frase fue clara y terminante, y debería hacer reflexionar
mucho a los trabajadores. Pero ¡qué esperanza! ¡Hay tantos estúpidos, gracias a
la ignorancia y al fanatismo, que oyen las cosas sin llegarlas jamás a
comprender!
No es en vano que los curas, es decir, los sayones negros
del despotismo, se vean obligados a emplear todo su poder para oponerse a la
decadencia religiosa aunque, como se sabe ya, se ríen entre ellos y sus amigos
de las necesidades y tonterías que van a predicar en pago de la buena
remuneración que cobran.
Durante el curso de los siglos, estos relajadores de la
inteligencia han gobernado a las masas por el terror, puesto que sin éste, hace
muchísimo tiempo que la locura religiosa habría desaparecido. Los calabozos y
las cadenas, el veneno y el puñal, el sable y la fuerza, el látigo y el
asesinato, puestos en uso en nombre de su Dios y de su justicia, han sido los
medios empleados para el sostenimiento de esta locura, lo cual será un negro
borrón para la historia de la humanidad. ¡Cuántos millares de individuos han
sido quemados en las hogueras de la Inquisición "en nombre de Dios"
por haber osado poner en duda el contenido de la Biblia! ¡Cuántos millones de
hombres se vieron obligados durante las guerras a matarse entre ellos, a
devastar comarcas enteras, dejando luego como rastro la miseria y la peste,
después de haber robado e incendiado, para sostener la religión! Los suplicios
más refinados fueron inventados por los curas y sus secuaces para mantener el
temor de Dios en los que no tenían temor de ninguna clase.
Llamamos criminal al que intenta destruir a un semejante.
¿Cómo llamaremos, pues, a los que atrofian el cerebro de los demás y cuando no
se dejan embrutecer los destruyen por el hierro y el fuego, y con la crueldad
refinada con que lo hacía la Inquisición?
Es bien cierto que estos malvados no pueden hoy día
entregarse a sus innobles instintos de destrucción como otras veces, pero hoy
todavía abundan los procesos por blasfemia. En cambio, ellos saben, mientras
tanto, introducirse dentro del seno de las familias y embaucar a las mujeres y
a los niños, y acaparar y abusar de la enseñanza que se da en las escuelas. Su
hipocresía va más en aumento que en disminución. Ellos se apoderaron de la
prensa cuando se dieron cuenta de que les era imposible destruir la imprenta.
Hay un antiguo proverbio que dice: "Donde un cura pone
el pie, tarda diez años en crecer la hierba", lo cual significa que cuando
un hombre se halla bajo el dominio de un cura, su cerebro ha perdido la
facultad de pensar, los engranajes de su inteligencia son inservibles y las
arañas tejen espesas telas. Entonces el hombre parece un carnero que es presa
del vértigo. Estos desgraciados han perdido lo más hermoso de la vida, y lo que
es peor todavía, estos infelices son los que forman la masa de los contrarios a
la ciencia y la luz, a la revolución y la libertad. Se les encuentra siempre a
punto, a causa de su obtusa bestialidad, de ayudar a los que quieren forjar
nuevas cadenas para la humanidad y trabajar con los que ponen obstáculos para
el progreso cada vez más creciente de la especie humana.
Cuando alguien intenta curar estas enfermedades, no sólo
realiza una hermosa obra consigo mismo, sino que contribuye a curar un
horroroso cáncer que corroe las entrañas del pueblo, y que ha de ser total y
radicalmente destruido si queremos que brille el día en que el hombre sea
libre, en vez de ser juguete de los dioses y de los diablos, como ha venido
sucediendo hasta el presente.
Por consiguiente, arranquemos de los cerebros las ideas
religiosas, y abominemos de los curas. Estos dicen que "el fin justifica
los medios". ¡Bien, muy bien! Nuestro deber es desenmascararlos y
presentarlos tales como son.
Nuestro objeto es
librar a la humanidad de toda clase de esclavitud, es emanciparla del yugo, de
la servidumbre y de la tiranía política y económica, y para lograr todo esto se
ha de sacudir antes el yugo tenebroso de las supersticiones y las creencias
religiosas. Todos los medios que tengamos al alcance debemos emplearlos para
conseguir este gran fin, reconocido como justo por todos los amigos de la
humanidad, y debe ser puesto en práctica en las ocasiones propicias.
Todo hombre emancipado de la religión comete una falta en
sus deberes cuando no hace siempre todo lo que puede para destruir la religión.
Todo hombre libre de la "fe" que descuida combatir a los cuervos
(curas) es un traidor a su partido.
Propaguemos contra los corruptores y alumbremos a las ovejas
que les siguen. No desdeñemos arma de ninguna clase en su contra. Desde la
burla más acerba hasta la discusión científica, y si estas armas no producen
todo su efecto, empleemos argumentos más decisivos.
Que no se dejen pasar sin poner de manifiesto todas las
alusiones a Dios y a la religión que se hagan en las asambleas, en donde sean
discutidos los intereses del pueblo. Del mismo modo que el principio de
autoridad y su sanción armada, el Estado, no puede encontrar gracia entre los
partidarios de la revolución social -lo que está fuera de nuestro campo es
naturalmente reaccionario- del mismo modo que la religión, o lo que la
representa, no tiene ni puede tener lugar entre nosotros.
Téngase bien en cuenta que todos aquellos que quieren meter
su charlatanería religiosa entre las opiniones de los trabajadores, por más que
se presenten bajo el aspecto de la mayor respetabilidad y hombría de bien, son
peligrosos personajes. Todos los que predican la religión, cualquiera que sea
su forma, no pueden ser más que bobos o pícaros. Estas dos clases de individuos
no sirven absolutamente para nada para el progreso de nuestras ideas. Éstas,
para su realización, precisan de hombres sinceros y convencidos.
La política oportunista en este caso, es no sólo perjuicio,
sino un crimen. Si los trabajadores permiten a un cura mezclarse en sus
asuntos, no sólo se verán engañados, sino también traicionados y vendidos.
Mientras tanto es lógico que el pueblo dirija sus
principales esfuerzos a combatir el capitalismo que le ex y al Estado que le
subyuga por la fuerza, pero es necesario también que no se olvide de la
Iglesia. Hace falta que la religión sea destruida sistemáticamente, si se
quiere que el pueblo venga a razón, puesto que sin esto no podría jamás conquistar
su libertad.
Vamos a proponer
algunas cuestiones para los que siendo tontos, mejor dicho, embrutecidos por la
religión, tengan ganas de corregirse. Por ejemplo:
Si Dios quiere que se
le conozca, que se le tema y que se le crea ¿por qué no se presenta?
Si es tan bueno y
justo como dicen los curas ¿qué razón hay para temerle?
Si él lo sabe todo
¿qué necesidad hay de molestarle con nuestras plegarias y con nuestros asuntos
particulares?
Si Dios está en todas
partes ¿para qué fin se levantan las iglesias?
Si Dios es justo
¿para qué pensar en castigar a los hombres que él mismo ha creado cargados de
debilidades?
Si los hombres sólo
hacen el bien por una gracia particular de Dios ¿qué razón hay para que éste
les recompense?
Si es todopoderoso
¿cómo permite que se blasfeme?
Si él es inconcebible
e imponderable ¿por qué permite que nos ocupemos de él?
Si el conocimiento de
Dios es necesario ¿por qué razón es un misterio?
Y así podríamos
seguir hasta llenar extensos volúmenes. La verdad es que ante tales cuestiones el
creyente de buena fe se queda sin saber qué contestar, y el hombre que piensa
debe demostrarle que no existe necesidad de la divinidad. Un Dios fuera de la
naturaleza no es de ninguna utilidad cuando se conocen las leyes y las
relaciones armónicas y variadas de la naturaleza. Y su valor moral no es menos
nulo que el material.
No existe ningún país gobernado por cualquier soberano donde
su manera de proceder no acarree el desorden y la confusión en el espíritu de
sus vasallos. Ellos quieren ser conocidos, estimados, honrados, y el todo
contribuye a embrollar las ideas que se pueden formar a su respecto. Los
individuos sometidos a la dependencia y a las leyes de la divinidad no tienen,
respecto al carácter y a las leyes de su soberano, otras ideas que las que les
suministran los charlatanes religiosos, y éstos, a su vez, han de confesar que
no se pueden formar ninguna idea clara de su amo, puesto que su voluntad es
impenetrable; sus miradas e ideas son inaccesibles; sus lacayos no han llegado
jamás a ponerse de acuerdo respecto a las leyes que debían dar de su parte, y
ellos las anuncian de una manera diferente dentro de varias comarcas de cada
país. Lo cual da por resultado inmediato que se peleen continuamente y se
acusen de embusteros.
Los edictos y las leyes que sensatamente promulgan no son
más que un puro embrollamiento; son juegos de palabras que no pueden llegar a
ser comprendidas por los individuos que deben hacer de ellas su educación y su
bandera. Las leyes de este tirano invisible necesitan ser aclaradas y sucede
siempre que los mismos que las explican no logran jamás ponerse de acuerdo;
todo lo que saben explicar de este tirano invisible es un caos de
contradicciones, de manera que no dicen una palabra que no sea o bien una
calumnia o bien una mentira.
Se le llama
infinitamente bueno y mientras tanto no hay nadie que maldiga sus decretos.
Se le llama infinitamente sabio y sucede que su
administración está organizada al revés de los que dicen la razón y el buen
sentido. Se glorifica su justicia, y los actos que más se le glorifican sólo
son feroces venganzas. Se asegura que lo ve todo, y sin embargo, todo está en
el más espantoso desorden. ¿Y por qué, viéndolo todo, permite confusión tanta
entre sus lacayos y tantas infamias como a diario cometen? Además, lo hace todo
por sí mismo y así ocurre que los acontecimientos se suceden todos
perfectamente al contrario de los planes que se le atribuyen, lo cual dice muy
poco a favor de su omnisciencia (facultad de verlo y de saberlo todo; de
"omnia", que quiere decir todo y "sciencia", conocimiento
positivo), y más aún de su facultad de ver lo que sucederá mañana. Y,
finalmente, no se deja ofender en vano y se ve obligado a sufrir, sin enojo,
las ofensas que a cada cual le viene en gana dirigirle.
Se admira su saber y la protección de sus obras, y sin
embargo, sus obras son imperfectas y de corta duración. Y crea, destruye y
corrige sin llegar jamás a estar satisfecho de sus obras, no buscando en sus
empresas más que su propia gloria, sin aguardar el objeto de ser alabado en
todo y por todo. Él trabaja para el bienestar y la felicidad de los mortales, y
a la mayor parte nos hace falta lo más necesario. Los que él parece favorecer
son, precisamente, los más descontentos de su suerte, y se les ve a menudo
sublevarse contra un amo del cual admiran la grandeza, alaban la sabiduría,
honran la bondad, temen la justicia y cuyos mandamientos santifican sin
cumplirlos jamás.
Este reino es el mundo; este soberano es Dios; sus lacayos
son los curas; los hombres son sus esclavos. ¡Hermoso país! El Dios de los
cristianos, especialmente, es un Dios que, como ya lo hemos visto, hace las
promesas sólo por el gusto de no cumplirlas; envía las pestes y las
enfermedades a los hombres para curarlos; un Dios que creó a los hombres a su imagen
y que no quiere responsabilidad del mal que él mismo creó; que vio que todas
sus obras eran buenas, y luego se dio cuenta de que no valían nada; que sabía
de antemano que Adán y Eva comerían del fruto prohibido y no supo evitarlo, por
lo cual castigó luego al género humano, un Dios débil que se deja engañar por
el diablo, y tan cruel que ningún tirano de la tierra puede comparársele. Tal
es el Dios de la mitología judaico-cristiana.
El que crea a los hombres perfectos sin advertir a los que
no lo son; el que creó al diablo, sin conseguir dominarlo, es un pastelero, que
la religión califica de extraordinariamente sabio; por ella es omnipotente y
soberanamente justo, y castiga a millones de inocentes por las faltas de uno
solo; que exterminó por medio del diluvio a toda la raza humana, excepción
hecha de unos cuantos que constituyeron otra raza peor todavía que la
destruida, y que creó el cielo para los tontos de capirote y un infierno para
que allí ardieran los sabios que no creen en él.
Es el que se creó él mismo por medio del Espíritu Santo; que
se envió como mediador entre él mismo y los otros, quien despreciado y burlado
por sus enemigos, se dejó clavar en la cruz como un malhechor cualquiera en la
cúspide de una montaña; que se dejó enterrar y resucitó después de muerto y que
bajó a los infiernos, y luego subió al cielo, donde está sentado a la derecha
de sí mismo para juzgar a los vivos y a los muertos cuando ya no haya más
vivos… En fin, el que ha hecho todo esto no es más que un charlatán divino. Es
un espantoso tirano cuya horrorosa historia debe ser escrita en letras de
sangre, pues ella es la religión y es terror. Lejos, pues, de nosotros, esta
horripilante mitología. Abominemos de este Dios de una fe sangrienta y
terrorista, inventado por los curas, los cuales, sin su cinismo y ambición no
hubieran alcanzado nadar en la abundancia, y no predicarían por más tiempo la
humildad de los que han sabido esconder su orgullo con la máscara de la
hipocresía. Lejos de nosotros esta cruel trinidad compuesta de padre asesino,
de hijo concebido y dado a luz contra natura y de Espíritu Santo sensual que se
dedica a hacer concebir hijos a mujeres casadas. Lejos de nosotros todos estos
fantoches deshonrosos, en nombre de los cuales se quiere rebajar a la humanidad
al nivel de miserables esclavos y que nos quieren mandar, en toda la potencia
del embuste, de las penas de esta tierra a las inefables delicias del cielo.
Lejos de nosotros todos aquellos que con su demencia religiosa son un estorbo
para el bienestar y la libertad… Dios no es otra cosa que un fantasma inventado
por el charlatanismo de unos cuantos malvados refinados, los cuales han
torturado y tiranizado a la humanidad hasta el presente.
Afortunadamente, este fantasma va desapareciendo a medida
que es examinado por la razón a la luz de la ciencia, y las masas desengañadas,
después de haberse emancipado de tales aberraciones, arrojan indignadas a la
faz de los curas, esta estrofa del poeta: Seas maldito Dios a quien hemos
rogado durante el frío del invierno y los tormentos del hambre; pues en vano te
hemos esperado largo tiempo y nos has escarnecido, engañado y manteado.
Esperamos que el
pueblo no se dejará burlar y mantear más, y que pronto llegará el día en el que
los santos y los crucifijos serán convertidos en astillas para encender el
fuego en las cocinas, los cálices y joyas convertidos en utensilios de utilidad
general, las iglesias convertidas en salones de conciertos, teatros y locales
para asambleas, y en el caso de que no pudieran servir para este objeto, en
graneros o cuadras para caballos. Y esto sucederá forzosamente cuando el pueblo
esté ya cansado de soportar tanta maldad e infamia. Esta manera de proceder,
sencilla y eficaz será, naturalmente, la que producirá la revolución social y
acabará, a la par que con los curas y sus mentiras, con los príncipes y
burócratas y sus privilegios, y con los burgueses y su inicua explotación.
El día en que el
pueblo consiga barrer a Dios y a sus lacayos, a los gobiernos y a sus sayones y
a los burgueses y a sus perros, ese día será libre y podrá ocupar el puesto que
le corresponde en la sociedad y en la naturaleza.
Johann Most
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