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martes, 24 de enero de 2012

MEMORIAS DE JOSE LUIS GARCIA RUA

Al entrar en el domicilio granadino de José Luis García Rúa se escucha la lengua griega. El veterano anarquista gijonés (31 de agosto de 1923), fundador en los sesenta de la Academia Obrera de la calle Cura Sama, explica latín, griego y alemán a uno de sus nietos. «Se llama Héctor, un nombre clásico». Doctorado en 1955 por la Universidad de Salamanca en Filología Clásica -con la tesis «El sentido de la interioridad en Séneca»-, García Rúa será después profesor adjunto de Antonio Tovar y ampliará estudios en Múnich. Sin embargo, en 1958 renuncia «a la adjuntía de Salamanca» y al año siguiente «al lectorado en Maguncia, aplastado por la burocracia y el estilo posprusiano alemán». Regresa entonces a Gijón y encabeza la oposición antifranquista con la creación de la Sociedad Cultural Gesto o de la citada Academia de Cura Sama. Su actividad política provocará que lo expulsen de la Universidad de Oviedo, con lo que a partir de 1971, ya como militante de la CNT, iniciará un periplo personal de «perseguido político» por el que, «pese a no hacer proselitismo», es expulsado de varios centros educativos andaluces. Finalmente, será adjunto titular de Historia de la Filosofía en la Universidad de Granada, donde se jubila como profesor emérito en 2003.


Varios sucesos de su vida lo marcarán. Ante el cadáver de su padre -durante el cerco a Oviedo, al comienzo de la Guerra Civil-, un compañero anarquista de éste le dice a aquel chaval de 13 años: «No llores; cuando seas grande ya lo vengarás». «Aquello se me quedó grabado; yo no soy un hombre que ame la violencia y quizá la manera de vengarlo ha sido mi fidelidad a la causa obrera». Poco después, en el Orfanato Miliciano Alfredo Coto, en Gijón, recibirá una lección de entereza del anarquista gijonés Eleuterio Quintanilla. «Estábamos en un examen de Francés y sonaron las sirenas de la aviación; cinco permanecimos en el aula y oímos aproximarse las explosiones y temblar los cristales, pero Quintanilla no se inmutó. Fue una gran enseñanza sobre la necesidad de dominarse en situaciones comprometidas, de no dejarse invadir por el miedo». Más tarde, huido ya a Francia con su familia, una traducción suya del francés revolucionó la colonia de jóvenes, mujeres y ancianos en la que estuvo recluido, en Lorgues, la Provenza. «Se pasaba hambre y el Alcalde puso un anuncio en el que decía recibir tan sólo cinco francos diarios por cada persona, pero yo había leído en un periódico que el Gobierno de Negrín daba a Francia quince francos diarios por refugiado; traduje aquella noticia y la puse al lado de lo que había escrito el Alcalde. No imaginé que cuatro palabras pudieran tener el efecto que causaron».

Años después, durante su estancia en Alemania, conocerá a Gisela Wiedermann, que será su esposa. «Decidimos unirnos y le dije que yo tenía tres condiciones: asentar mi vida afectiva, dedicarme a los otros y que cuando mi madre fuera mayor y no pudiera valerse vendría conmigo. En efecto, ella cumplió al pie de la letra aquel compromiso». Gisela Wiedermann falleció en agosto de 2010.

En el presente, José Luis García Rúa, fiel a su ideario anarquista, sigue dictando conferencias y escribiendo artículos. «El capitalismo produce que 200 propietarios tengan tanto como 3.000 millones de personas», asegura, al tiempo que reflexiona sobre la crisis del presente: «La voluntad del sector financiero internacional es eliminar la independencia de las pequeñas y medianas industrias y acabar con el sentido soberano de los estados; su intención es que el Estado del bienestar desaparezca, que disminuyan los salarios y las pensiones; y todo esto ya lo tenemos encima».

l Marcada por la violencia. «Mi padre, Emilio José García García, nació en Avilés, en 1894, de familia obrera. Su padre, mi abuelo José, había nacido de un ingeniero de los que vinieron a la construcción del ferrocarril en Asturias; era hijo natural, pero no reconocido. Era una gran persona y muy singular. Cuando yo era más joven siempre tuve la idea de escribir algo sobre mi abuelo, y sobre mi familia en general, porque la familia de mi padre estuvo muy marcada por la violencia. Mi padre murió de un disparo en el frente de Oviedo, al comienzo de la Guerra Civil. Mi tío Enrique, su hermano, se fue a Cuba. Era constructor. Un día se fue a bañar y no volvió; se supone que le comieron los tiburones. Otro hermano de mi padre tuvo un desengaño amoroso y a los veintitantos o treinta años se marchó de casa. Los últimos que le vieron le descubrieron viviendo debajo de un puente en Zaragoza, de vagabundo. Seguramente murió también debajo de un puente. Otro hermano, el más pequeño, Ángel, fue fusilado por Franco. Otro hermano más, Pepe, no falleció de muerte violenta, sino en su cama, pero también tuvo un desengaño amoroso y se recluyó. Cogía sus botellas de vino y se pegaba cabezadas contra la pared. Este tío mío era marinero y a él me refiero en mi libro sobre Gijón. Tenía una gran cicatriz que le recorría toda la cara. Siendo marinero, y en Gijón precisamente, en un chigre del muelle que se llamaba Las ballenas, estaba tomando un vaso y vino alguien por detrás. Probablemente por una venganza, le rajó la cara. Eran gentes de mucho temperamento, y él, que estaba en chancletas o descalzo, corrió detrás del otro y le echó al mar».

l Los «Pipiolos». «Mi abuelo José estaba casado con Leonor, una mujer muy religiosa, muy creyente, muy piadosa. Y muy trabajadora. Era pescadera y sacó adelante a la familia. Tuvo catorce hijos, pero le murieron muchos de ellos, salvo estos que acabo de decir. Lo que tenía mi abuela Leonor de paciente, de trabajadora, de cuidadora de la familia, no lo tenía mi abuelo. Era un hombre que cuando se cansaba de algo se marchaba de casa. De ahí seguramente lo aprendió su hijo. Se echaba al camino y estaba a lo mejor seis meses fuera, y cuando volvía con una gran barba, mi abuela lo cogía, lo metía en la cama, lo cuidaba, le daba sus calditos..., hasta que lo sacaba adelante. Mi abuelo fue trabajador del puerto de San Juan, en Avilés. A su familia la llamaban los "Pipiolos" y hay una anécdota curiosa. Existe una estatua de Pedro Menéndez de Avilés y mi abuelo, cuando se emborrachaba, se encaraba con ella y le decía: "Baja, porque yo soy un Pipiolo, pero te como el alma si no bajas". Cuando murió mi abuela Leonor, el hombre ya no tenía nada que hacer. Era muy alto y se colgó de una puerta, de una manera artesana, como él había vivido. Tenía un taller en su casa, en la plaza del Carbayo de Avilés. Cogió una lima grande, la metió entre la puerta y el marco y con su propio cinturón se ahorcó por un centímetro o centímetro y medio, porque los pies casi le tocaban en el suelo. Como se ve, la familia de mi padre está marcada por la violencia, el fatalismo, la tragedia...».

l Fundador del POUM. «Mi padre hizo la guerra de África y le dieron un hecho de armas por alguna acción heroica suya en aquella contienda. Aquel papel lo tenía en el bolsillo cuando murió. Recuerdo que estaba ensangrentado. Él era carpintero y recuerdo que yo iba a llevarle la comida cuando trabajaba en Somió o en otros lugares. Le llevaba la comida y observaba cómo trabajaba, tillando en los suelos de madera, o en otras tareas. Era un gran carpintero de obra y además, bombero. Le llamaban "Emilión el bomberu". Se ocupó de la cuestión obrera desde joven. Perteneció al PSOE y a la UGT, pero en la época de Primo de Rivera se salió ante la colaboración de los socialistas con la dictadura. Entró después en la CNT y murió en ese sindicato. Perteneció también a Izquierda Comunista, fundada por Andrés Nin, un cenetista que había ido a Rusia y se había identificado con la revolución cuando la CNT había renunciado ya a la revolución bolchevique. Nin regresó cuando Stalin dio el golpe y estableció la dictadura. Entonces forma un pequeño grupo que después se fusiona con Joaquín Maurín, que tenía otro pequeño grupo de obreros en Cataluña. Se fusionaron y fundaron el POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista, en 1935, un año antes de la guerra. Recuerdo todo eso porque mi padre fue prácticamente el fundador, junto a otros, del POUM en Asturias. No obstante, mi padre era fundamentalmente sindicalista. Siempre había dicho que primero el sindicato y después el partido, y en el sindicato nunca hizo proselitismo político. En la CNT se admite a militantes de otro partido, pero no pueden tener cargos de gestión de la organización. La gente de la CNT sabía que mi padre pertenecía a un partido político, y que tenía tendencias de partido, pero en el congreso de 1931 y en el congreso de Zaragoza de 1936 el Sindicato de la Construcción de Asturias les nombra a él y a Segundo Blanco delegados del sindicato. Era muy conocido y muy valorado, hasta el punto de que cuando le mataron en el frente de Oviedo le trajeron a Gijón, donde estaba el Sindicato de la Construcción, y allí le velaron y de allí partió una gran comitiva de coches hasta el cementerio».

l Un disparo en la Casa Negra. «Al comenzar la guerra, los sindicatos, sobre todo los sindicatos mineros y cenetistas, fueron a la defensa de Madrid. Partió una gran cantidad de autocares y mi padre iba de jefe de grupo en un autocar de las Juventudes Libertarias. En los años setenta alguien que había sido de las Juventudes Libertarias me envió el relato manuscrito de todo aquello. Se fueron camino de Madrid, pero al llegar a Benavente alguien les salió al paso y les dijo que dieran la vuelta porque Aranda se había sublevado. A la vuelta, mi padre se queda en el cerco de Oviedo, concretamente en el Naranco. Muere en el primer ataque a Oviedo, el 4 de octubre de 1936. La acción empezó a la seis de la mañana y a las once murió. Habían tomado bastante terreno, según me contaron los compañeros, y estaban haciendo un parapeto. Mi padre era alto y murió en la Casa Negra, que ya no es negra, pero siguen llamándola así. Era una zona muy empinada y más abajo había una posición de guardias civiles. A mi padre le mató una bala de guardia civil procedente de abajo; le entró por la parte inferior del cuello y le salió por la parte alta de la cabeza. Un compañero me dijo: "¿Quieres ver a tu padre?", y subí a verlo. Rompí a llorar. Yo tenía 13 años recién cumplidos y aquel compañero me puso la mano en el hombro y dijo: "No llores; cuando seas grande ya le vengarás". Y eso me quedó grabado, retenido. No soy un hombre que ame la violencia ni nada de eso y quizá la manera de vengarle ha sido la fidelidad a la causa obrera y las actividades que he realizado».

l Anarquismo y socialismo. «El anarquismo asturiano era más pragmático que el del resto de España, para bien y para mal. Quiero decir razonable o irrazonablemente. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la UGT asturiana no era como el resto sino revolucionaria. Hombres como Amador Fernández, Belarmino Tomás, Ramón González Peña... prepararon la Revolución del 34, hecha fundamentalmente por UGT y CNT. Pero la CNT del resto de España se negó a secundar esa estrategia porque no tenía en la UGT la confianza que tenía la CNT de Asturias. En el congreso del Teatro de La Comedia, en 1919, Eleuterio Quintanilla o José María Martínez apoyaban una casi fusión con la UGT, era el momento de la unidad. Pero se opuso la mayoría catalana y del resto de España; los catalanes con el dicho aquel famoso de "¡Nosaltres sols!". He pensado mucho sobre esto, porque si el congreso de 1919 hubiera sido abierto y hubiera recibido el mensaje asturiano de unidad no se habría tardado mucho en volver a la separación unos años más tarde, durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando el PSOE y la UGT son colaboradores y la CNT no se hubiera reconocido en ello. La Guerra Civil en Asturias fue muy ilustrativa de todo aquello. La CNT y la UGT llevaron muy bien la cosa al principio, aunque hubo tensiones. Avelino González Mallada fue alcalde de Gijón en 1936. Era cenetista y de la FAI, pero al año hubo ya tensiones y los socialistas hicieron por eliminarlo de la Alcaldía y poner a Alberto Martínez. A González Mallada yo lo conocía porque emigró conmigo y mi familia a Cataluña cuando los fascistas llegaron a Asturias. O sea, tensiones hubo, pero llevaderas».

l Liberación de presos. «Mi padre no vivió ya todo aquello, pero lo que yo conozco de él es un artículo que se titulaba: "¿Qué pretende Barriobero?". Éste era un abogado cenetista muy cualificado de Barcelona, que en las elecciones del 14 de febrero de 1936, cuando se instala el Frente Popular, pedía la abstención, como ya se había pedido en 1933. Mi padre escribió aquel artículo sobre Barriobero, una persona muy conocida (fusilado después por Franco) que dio aires de normalidad y de justicia en el campo catalán. Los historiadores están de acuerdo en que suavizó muchas tensiones y eliminó mucha violencia. Eso es lo que conozco de mi padre con respecto al anarquismo, y también otra historia que se añade a ésta y puede ser conjugable con ella. Cuando triunfó el Frente Popular en febrero de 1936 había 30.000 presos cuya excarcelación reclama la CNT. En su mayoría eran presos cenetistas y el sindicato iba a las prisiones a reclamar su salida. Esto daba lugar a episodios violentos. En Santander, por ejemplo, se produjo la muerte de un cenetista porque en el intento de asalto a las cárceles la fuerza pública disparó. Estuve en aquel entierro y hubo más de 20.000 personas. En Gijón hubo lo mismo: una marcha sobre la cárcel de El Coto. Avelino González Mallada, que fue maestro mío en la escuela de Eleuterio Quintanilla, en la calle de La Playa, incitaba a los manifestantes. Mi padre contó aquel suceso en casa, en el que tuvo un enfrentamiento con Mallada cuando le dijo que aquella no era la manera porque dentro de cuatro días los presos saldrían a la calle y no había que dar lugar a que matasen a nadie. Mi padre, que ya digo que era de familia muy temperamental, le soltó un sopapo a Avelino. Recuerdo esto porque Avelino, siendo yo alumno, un día me dio un pañuelo blanco y me dijo: "Dale esto a tu padre, que me lo prestó el otro día". Seguramente mi padre le había dado el pañuelo para limpiarse la sangre. Esto habla un poco de lo que podían ser fricciones o puntos de vista diferentes en la marcha del anarquismo».

l Una vida santa. «Desde muy chiquillo comencé a ir a una escuela de las que en Asturias se llamaban "de cagantes y mexiantes", que no era una escuela, sino dos señoras que recibían a niños y los atendían durante el día. Llevábamos pizarras y escribíamos con ellas y pizarrines; lo guardábamos todo en una bolsa al terminar y lo dejábamos en el suelo. Un día, caminando hacia atrás, pisé una bolsa de aquellas y rompí la pizarra. Una de las señoras tenía unas manos curtidas, huesudas, y me dio un bofetón. Yo tenía 7 años y llegué a casa con la señal del bofetón en la cara. Mi padre lo vio y al día siguiente no volvimos a aquella escuela sino a la de Quintanilla, donde estuve hasta los 13 años. Éramos tres hermanos: mi hermana María del Pilar, mi hermano Emilio y yo, el último. Mi hermano se llamaba Emilio Floreal. Germinal, Floreal, Prairal... eran los nombres que los revolucionarios franceses habían puesto a los meses y era muy corriente entre los anarquistas utilizar esos nombres. Mi madre, Pilar, era hija de Manuela, una campesina que fue a vivir a Gijón. Allí se casó con Corsino Rúa, mi abuelo. Un pariente nuestro está investigando sobre este abuelo, que no era Corsino Rúa, sino Corsino Bernardo de la Rúa, de una familia seguramente venida de Galicia y con raíces aristocráticas. El Bernardo lo perdieron por un amanuense de Juzgado que confunde el Bernardo apellido con Bernardo nombre. Mi abuela, Manuela, a la que no llegué a conocer, debió de ser una mujer fabulosa, una campesina de raigambre y vendedora también de pescado. Lo recuerdo porque me contaba mi madre que madrugaban mucho para ir a recoger el pescado en la rula de Gijón y venderlo después. Esperaban sentadas encima de las cajas de pescado a que llegaran las lanchas y se vendiera en la rula. Entre tanto, a veces había lo que siempre hay en un pueblo marinero: riñas, peleas, puñetazos, navajazos... En fin, todo eso, y me contaba mi madre que ella, que era muy pequeña, se acurrucaba junto a su madre y ésta le decía: "No temas, fiína; hasta que no llegue la sangre a ti no temas". Esta pobre Manuela muere cuando mi madre tiene 11 años, en una epidemia de tifus que hubo en Gijón. Mi madre había nacido en 1899, así que aquello sucedió hacia 1910. Muere su madre y queda con un hermano de 1 año y otro de 5. Mi madre tuvo que tirar para adelante con toda la familia y nunca fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir y conservo como un tesoro cartas suyas que me escribía cuando yo estaba en Salamanca, con faltas de ortografía y sin saber coordinar las palabras. Eso poco que sabía leer y escribir se lo enseñó mi padre. Luego, cuando ya se jubiló, yo le enseñé un poco más aquí en Granada, pero a los pocos años tuvo problemas de visión y no pudo seguir. En fin, la vida de mi madre es una vida verdaderamente santa, una vida de dedicación completa a los demás. Mi padre era un luchador, un hombre que trabajaba mucho, que ganaba su pan honradamente y que quería mucho a los hijos, pero tenía también sus devaneos amorosos y mi madre sufrió todo eso bastante».

l Manifiesto para el 34. «Hay una historia que tiene su importancia biográfica para mí. Yo era un chiquillo durante la Revolución de Octubre de 1934. Mi padre estaba escribiendo un manifiesto en casa y llaman a la puerta. Abro y me encuentro con diez o doce guardias de asalto que desde el rellano y la escalera me apuntan con el fusil. Aviso a mi madre y al ver ella a los guardias se desmaya y cae al suelo, sin sentido. Entonces oigo la cadena del servicio porque seguramente mi padre había tirado el manifiesto. Después fue a la puerta y los guardias dicen que les acompañe. Mi padre les pide aguardar un poco y hace que mi madre recobre el sentido. Después se va con los guardias porque al parecer le había denunciado un coronel que vive enfrente. Pero no tenían nada contra él y un día después vuelve a casa. Al terminar la Revolución mi padre acogía en casa a revolucionarios huidos; recuerdo concretamente a dos socialistas y a un comunista. Vivieron clandestinamente en casa hasta que pudieron marchar a Bruselas. Recuerdo esto porque nosotros llegamos a hacer mucha amistad con un socialista de Oviedo, que estuvo en casa, Horacio Cabal, que trabajaba en la Fábrica de Armas con padre. Su mujer se llamaba Lucila y mi madre se quejaba a ella de esos devaneos de mi padre. Un día, estando yo presente, Lucila le preguntó delante de mi madre a su marido: "¿Qué te parece Horacio de esto de Emilio?". Y aquel socialista contestó: "Emilio es un gran compañero y eso no puedo juzgarlo". Mi madre llevó esa vida y cuando vivíamos en la calle Capua de Gijón, en una casa que tenía 30 metros cuadrados y en la que estábamos ocho personas, ella todavía se las arreglaba para alquilar huecos a los veraneantes. Yo no conozco a mi madre más que trabajando y trabajando, y preocupándose siempre por los demás. Vivió cerca de 100 años y estuvo conmigo en Granada desde que cumplió 75 años hasta el final».

l Francés y bombas. «En la Escuela Neutra Graduada de Eleuterio Quintanilla había tres grados. En el primero, por donde yo empecé, estaba Ninfa, que era hija suya. Luego pasé al segundo grado, que lo daban un profesor llamado Senén y Avelino González Mallada. No sé si Avelino llegó a ser masón, pero sí lo eran todos los demás, empezando por Eleuterio. La escuela era masónica y había una habitación donde tenían sus banderas y sus cosas. A Eleuterio le llamábamos "Terio" directamente. "Terio, mire lo que me está haciendo este niño". Quintanilla era chocolatero, no un profesional de la enseñanza, sino un autodidacta que, la verdad, tenía muchas facultades para la educación. Sabía llegar a los alumnos. Yo era muy trasto de niño y no me preocupaba por estudiar; no sé cómo pude aprender a leer y escribir. Algunas veces, Quintanilla me dejaba castigado por no saber la lección; después, en poco tiempo, la aprendía, se la recitaba y me marchaba. Pero lo que a mí me encantaba de Eleuterio era su voz. Todavía sé de memoria muchos versos que él recitaba a la clase. Le gustaba mucho la poesía y, sobre todo, los poemas aforísticos, de los que se saca una enseñanza. Nos recitaba con una voz dulce, melodiosa, y luego nos leía "Corazón", de Edmundo de Amicis, o el "Quijote". Y eso era lo que a mí me encantaba: aprender Geografía o Matemáticas estaba bien, pero a mí me embobaba escuchar a aquel hombre leyendo en voz alta. Y la mayor enseñanza que recibí de Eleuterio Quintanilla fue cuando después de morir mi padre me metieron en un orfanato miliciano, donde empecé a coger afición al estudio. Era el Orfanato Miliciano Alberto Coto, y estaba en el colegio de San Vicente. Allí estuve hasta que me marché emigrado a Cataluña e hicimos un curso rápido de primero de Bachillerato. Eleuterio era profesor de Francés. Recuerdo que un día nos estaba examinando. Ya estaba muy próxima la llegada de los fascistas a Gijón. Él estaba sentado en la mesa, mandaba salir la pizarra y preguntaba. En esto suenan las sirenas de la aviación y él dice: "El que quiera marchar, puede hacerlo". Había un refugio antiaéreo en la calle Fernández Vallín, donde está Correos, debajo del paseo de Begoña. Nos quedamos cinco en la clase y él siguió examinando con toda tranquilidad, sin inmutarse, como si no estuviera pasando nada. Sonaban las bombas y escuchábamos cómo se acercaban las explosiones. Los cristales temblaban; parecía que iban a romperse. Así estuvimos durante un rato. Después se fueron alejando las bombas y terminó la alerta. Aquello fue para mí una gran enseñanza: la necesidad de dominarse en situaciones comprometidas, de no dejarse invadir por el miedo. Al pensar muchas veces en ello vi que fue la mejor enseñanza que recibí de Eleuterio Quintanilla».

l Huida en el «Stanmore». «En septiembre de 1937 todos los compañeros decían que la caída de Gijón era inminente. Creo que entonces todavía se estaba luchando en el Mazuco, que fue la última resistencia. A primeros de septiembre salgo de Gijón con mi madre, mi hermana y mi hermano. Había una flota del Comité de No Intervención y embarcamos en Ribadesella en el "Stanmore", para llegar a La Palice, en Francia. Todos mis compañeros del Orfanato Miliciano habían sido llevados a Rusia, pero mi madre dijo: "Vosotros, conmigo". De La Palice fuimos a Cataluña, en tren, y nos asignan vivir cerca de Olot, pero como mi hermana y yo estudiábamos, mi madre maniobró para que nos dejaran en el mismo Olot como refugiados, pero viviendo de alquiler. A mi madre le había quedado una pensión por la muerte de mi padre. Los estudios en Olot fueron muy fructíferos para mí y allí tuve buenos profesores, como Enrique Olarán, que me enseñó muy bien francés. Lo pasamos mal porque había poca comida y yo me iba a los campos a coger (a robar un poco) cebollas o algo para llevar a casa. A finales de 1938, a mi hermana le dio una embolia y quedó paralizada de medio cuerpo. Cuando estaban llegando ya los fascistas, mi hermano y yo le dijimos a mi madre que ellas dos se quedaran, que las respetarían y podrían volver a Gijón, pero con nosotros podían tomar alguna represalia. Cruzamos andando la frontera, pero mi madre, después, no pudo con el miedo y también la cruzó en un vehículo de milicianos de los que huían».

l Cuatro líneas y una revuelta. «A mi hermano y a mí nos llevaron al departamento de Var, en La Provenza, a una colonia en un pueblo llamado Lorgues, que tenía un viejo monasterio abandonado donde instalaron a jóvenes, mujeres y viejos. Eso fue decisivo para mi vida. Como sabía bien el francés, hacía de intérprete y comía en la cocina, no del todo mal, pero los demás comían muy mal y había protestas. El alcalde, que era de las Cruces de Fuego, una organización de la derecha francesa, chovinista, puso un anuncio en el tablón diciendo que el Gobierno francés le daba nada más que cinco francos diarios por cada refugiado. Sin embargo, en el periódico "L'Aube" ("El Alba") yo había leído que el Gobierno de Negrín daba a Francia 15 francos diarios por refugiado. Traduje aquella noticia y junto al recorte del periódico la puse al lado de lo que había escrito el alcalde. No imaginé que cuatro palabras podían tener aquel efecto. Hubo una revolución, volaban los platos y la comida, y la revuelta duró hasta la noche. A la mañana siguiente, me asomo al patio y veo a dos gendarmes con el alcalde y a otros dos muy bien vestidos, con sombreros. Supuse que eran policías y en cuanto bajé el alcalde me señaló. Yo tenía 15 años. Me esposaron junto a otro compañero y a un aragonés muy alto, al que llamábamos "Pino viviente", y también junto a un extremeño que era manco y que como tenía que llevar su petate con la mano útil le esposaron por el tuco e iba casi colgado del aragonés. En el tren, uno de los policías entabló conversación conmigo y me preguntó qué había pasado. Se lo conté y me dijo: "Gagciá, Gagciá, je me rapellerai de toi", "me acordaré de ti"».

l El anarquista solidario. «Nos llevaron a Barcarés, a un campo de concentración de soldados españoles, en una playa inmensa, donde dormíamos en la arena. Físicamente se pasaba mal, pero, a cambio, en el barracón donde yo estaba, en el "Islote I", había gente calificadísima, muy inteligente, de todas las jaleas: socialistas, comunistas, republicanos, anarquistas? Allí se discutía a diario sobre el origen de la Guerra Civil, sobre su desarrollo, sobre por qué se perdió, y se hacía desde diversos puntos de vista. Aquello me dio muchísima luz y quizá fue allí donde empecé a tener alguna tendencia concreta. Había dos hermanos socialistas aragoneses que eran fabulosos hablando y razonado. Y había un anarquista al que Franco había fusilado en Gijón, en el Cerro Santa Catalina. El fusilamiento había sido con ametralladoras y luego tiraban los cuerpos al acantilado. Aquel anarquista tuvo la suerte (si la llamamos así) de que no le mataron los tiros ni el acantilado, porque cayó sobre en un montón de cadáveres. A las cinco de la mañana recobró el conocimiento, se tanteó y recordó lo que había pasado. Se fue por la orilla del mar hasta el barrio de La Arena, donde vivía. No iban a ir a buscarle, ya estaba borrado de la lista. Era de las Juventudes Libertarias y tenía 17 o 18 años. Pasó a Francia y después a Cataluña. Sus compañeros decían de él que había sido un jabato en el frente. Este chico participaba también en aquellos debates. No tenía el discurso de los aragoneses, pero decía cosas muy centradas, y una cosa que me entusiasmó de él fue que cuando en un barracón de aquellos se recibía un paquete de comida enviado por la familia cada uno lo llevaba a su rincón y se lo comía a escondidas, pero aquel chico lo ponía en el centro y de allí comíamos todos hasta que se acababa. Esto me llamaba mucho la atención. Los demás hablaban muy bien, pero quizás el instinto de conservación podía más en ellos; pero en éste no podía tanto el instinto de conservación, sino el sentido de solidaridad. Siempre he recordado a aquel chico anarquista».

l Tejados y baldosas. «Estuve en Barcarés hasta finales de 1939. Recibí una carta de mi madre, que ya estaba en Gijón, en la que me decía que mi hermana estaba muy enferma y que por atenderla no podía salir a trabajar y nos necesitaba a mi hermano y a mí. Yo estaba entusiasmado con seguir la vida de aquella gente del campo, que hablaba de una posible labor de resistencia y de echarse al monte. Pero los compañeros me dijeron que tenía que volver a Gijón a ayudar a mi madre. Regresé y trabajé de todas las formas imaginables, desde andar vendiendo botellas o recogiendo lo que fuera hasta almacenista de cosas estraperladas por otros. También trabajé en la construcción, en tejados, y en Oviedo fui ayudante de un obrero de Madrid que instaló en el edificio del Instituto Nacional de Previsión, junto al Campoamor, la primera calefacción por aire en Asturias. Acabé trabajando en una fábrica de baldosas, en un chamizo de la calle Marqués de San Esteban. Allí estuve con uno al que llamaban "El Cubano", campeón de Asturias de boxeo, y con Bericua, que después se dedicó a la construcción. Tenía 17 años y a veces probábamos a ver quién podía acarrear más marcos (hasta ocho o diez) con cuatro baldosas cada uno. Un día, uno de los propietarios de la fábrica me vio llevar los marcos de uno en uno. Entonces, él, que tenía una barriga muy grande, me dijo que le mirase y cogió con mucha fuerza tres de ellos. Yo pregunté: "¿Cuánto me paga usted?". "Lo que marca la ley". "Sí, pero la ley marca siete pesetas y un litro de aceite cuesta cien". "No tengo la culpa de eso, márchese". Y me echó. Llegué a casa muy encabronado y le dije a mi madre: "Voy a volver a estudiar y ningún hijo de puta más me va a explotar"».

l Los libros de Víctor Felgueroso. «Teníamos relación con una rama de los Felgueroso. Antonia León era amiga de mi madre desde antes de casarse con Gabino Felgueroso. Además, al comienzo de la guerra mi padre le había hecho algún favor a esta familia, para que los milicianos no se metieran con ellos. Y, sobre todo, durante la guerra les llevamos comida porque ellos tenían dificultades para adquirirla. Se la llevábamos por la calle Ezcurdia, cuando todavía no había caído el cuartel de Zapadores, en El Coto, y desde allí barrían con las ametralladoras y teníamos que ir por las cunetas, arrastrándonos. Los Felgueroso vivían un poco más allá de La Guía, hacia Somió. Después de hablar con mi madre de ponerme a estudiar, un día salía yo del "Patión", donde vivíamos en la calle Capua, y me encuentro a un muchacho apoyado en la pared. "Soy Víctor, el hijo de Antonia y Gabino: oigo en mi casa que quieres estudiar y yo te puedo prestar libros y te puedo buscar un profesor". Así fue como empecé a estudiar. Víctor Felgueroso León falleció hace año y pico, y hasta hace dos nos carteábamos por Navidad».

l Bachillerato y mina. «Intenté hacer el Bachillerato en una convocatoria, por el plan de 1934. Pedí el examen de los seis años y algunos profesores se rieron. Me examinaron con un taco inmenso de programas, asignatura por asignatura. Pero en Matemáticas tuve un pinchazo y además me dijeron que no podían aprobarme los seis años porque tenía que hacer el Bachillerato según el plan de 1938, de siete años, con casi cinco años de Latín, tres años de Griego, tres de Alemán? Estudié esas lenguas y en la convocatoria siguiente aprobé sexto, séptimo y el examen de estado. Mientras tanto, había trabajado unos ocho meses en Mina La Camocha, en el interior. Tuve un derrabe y vi cómo caían todos los marcos; pensé que me quedaba sepultado allí. Mientras estuve en La Camocha murieron ocho mineros y mi madre cogió miedo; seguramente habló con su amiga Antonia León, esposa de Gabino Felgueroso, para que buscara otro trabajo fuera de la mina. Entonces trabajé en Julián Fernández Guerra, un taller que había en el Fomentín, hasta que terminé el Bachillerato. Entonces di clases particulares».

l Séneca, San Pablo y Filón. «Estudié en Oviedo Filosofía y letras, sección de Filología Clásica. Hice por libre primero y segundo. Yo quería ser médico, pero la carrera de Medicina implicaba seguir las clases prácticas y yo tenía que seguir trabajando. En Historia tuve de profesor a Juan Uría, y fue con el que más aprendí. Durante el segundo año, concursé para una beca del Ayuntamiento de Gijón y la obtuve. Con esa beca, de 500 pesetas (de las que le daba 200 a mi madre), me fui a Salamanca y estudié hasta terminar la carrera de Filología. Había escogido Clásicas porque de lo más que se solicitaban entonces clases particulares era de Griego y Latín. Luego me alegré de haber estudiado Clásicas porque forman muy bien la cabeza y te dan la posibilidad de dirigirte después a donde quieras. Los cimientos fundamentales estaban en Clásicas. En Salamanca no sólo curse los tres años, sino que al acabar permanecí allí como profesor adjunto de Antonio Tovar, por oposición. Al terminar la licenciatura, y como yo era de una ciudad con puerto, pensé en hacer la tesis sobre el lenguaje de los puertos, pero para eso necesitaba pasar tiempo en Gijón y no podía. Había leído entonces a Séneca y me atrajo porque, como Tácito, es un creador de lenguaje. En Latín, Cicerón y César forman unos modelos con tanto prestigio que después todo el mundo escribe como ellos, pero Tácito y Séneca aportan nuevas formas de expresión. Además, yo era profesor de Historia Antigua y esto me llevó al estudio del Helenismo, en el que factor religioso empieza a ser importante. Una corriente de historiadores sostenía que la modernidad empezaba a partir de San Agustín de Hipona, pero leyendo a Séneca, junto con San Pablo y Filón el judío, observé rasgos de modernidad antes de San Agustín. Lo estudié y me afinqué en esa teoría y de ahí salió la tesis sobre "El sentido de la interioridad en Séneca"».

l Socialismo radical. «Además de Tovar, en Salamanca trato con Zamora Vicente, José María Ramos y Loscertales (historiador fabuloso), Lázaro Carreter, o Manuel Alvar, que después hizo escuela aquí, en Granada. También conocí a Alarcos, o a Gustavo Bueno, que era catedrático de instituto. El decano de mi facultad era muy reacio a la Filosofía. "A mí, los filósofos me convencen todos", decía. Estoy hasta 1955 en Salamanca, que me cansa. En realidad, mi forma de obra abiertamente chocaba con esquemas muy cerrados. Estaba influido por ideas comunistas y me atraía el socialismo radical, revolucionario. En las tertulias planteaba tomar decisiones radicales. También llevé una vida amorosa muy revuelta, tumultuosa, e igualmente estaba un poco cansado de ello. Total, que necesitaba respirar y esa fue la razón de mi salida de Salamanca. Choqué con el propio Tovar, y menos con Ramos y Loscertales, porque fue el hombre con el que más congenié y dialogué. Hablábamos abiertamente, pero cuando yo quería llevarle a unas consecuencias radicales, me decía: "No olvide, señor Rúa, que yo soy azul". Sin embargo, era muy unamuniano y esto le llevó a enfrentamientos con el falangismo. Tovar también los tuvo».

l Triple compromiso. «Por medio de Zamora Vicente consigo un lectorado en Alemania, en Maguncia. Había estado previamente con una beca en el Maximinialeum de Múnich, un colegio de estudiantes excepcionales, donde preparé la tesis. En Alemania yo aprendí a valorar al pueblo raso alemán, su autodisciplina, su profundidad, pero en otros aspectos rechacé la Alemania burocrática y un poco posprusiana que seguía existiendo. Con eso sí tuve serios choques que me llevaron a marchar de Alemania. Había conocido a Gisela Wiedermann y cuando decidí unirme a ella definitivamente le dije que yo le ofrecía tres condiciones: que yo me casaba sobre todo por normalizar y centrar mi vida amorosa; segundo, que me casaba también para dedicarme a los otros; y tercero, que cuando mi madre fuera mayor y no pudiera valerse, viviría conmigo". Ella me dijo que no había problema y en efecto, lo cumplió al pie de la letra hasta el final de sus días».

l Ilustración y banquetas. «Llegué a Gijón en 1958, dispuesto a hacer una vida completamente diferente de la que había venido haciendo hasta entonces. Había renunciado a todo: a la adjuntía de Salamanca, al lectorado en Alemania, y vine con una mano atrás y otra delante. Doy clases particulares, aunque había un cura en el Instituto que me quitaba todos los alumnos porque yo enseñaba Latín con la pronunciación clásica (decía [Kikero] y [Kaesar]). "Eso lo hacen Tovar y cuatro ateos", afirmaba aquel cura. Empiezo a ir al Ateneo Jovellanos e intervengo en los coloquios de las conferencias. Quizás es entonces cuando la gente repara en mí. Allí había un grupo de teatro, "La Máscara", en el que estaba Laureano Mántaras. Empecé a relacionarme con ellos y después les propuse crear una escuela obrera amparada en mi título universitario. La idea surge de mi impulso enseñante y de que estaba convencido de que la clase obrera carecía de medios auténticos de ilustración, ya que la enseñanza oficial estaba muy condicionada. La idea no causó mucho entusiasmo: no veían cómo se podía realizar aquello materialmente, no había dinero. Empezamos a pedir muebles viejos a las familias, los deshacíamos y construimos mesas muy artesanalmente. La escuela de la calle Cura Sama se estrenó sin banquetas. La condición para pertenecer a la escuela era que se supiera leer y escribir, y que se tuviera una edad prudente (de diez años por lo menos), y que se llevara una banqueta».

l Interés policial. «Yo tenía una idea particular de la pedagogía y enseñábamos de todo: Latín, Historia, Gramática?, pero siempre con vistas a la vida cotidiana y práctica, y, sobre todo, mediante diálogo. No había distancia entre el alumno y el profesor, y éste dialogaba constantemente con él, admitiendo que le corrigiera su propia enseñanza. A los alumnos, aunque hubieran llegado sabiendo leer y escribir malamente, se les veía incorporar la enseñanza a su propia vida. Junto a esto, no podía haber una enseñanza completa si no remitía a la propia sociedad. Para eso los sábados organizábamos conferencias a las que conseguí traer gente muy calificada. Fuimos pasando de un tinte puramente cultural progresista a una actitud claramente política. La enseñanza de materias que no eran propiamente políticas estaba encaminada a producir otra mentalidad, otra manera de ver las cosas. Era hacer una casi antipedagogía. El anticulturalismo no se diferencia mucho de lo que hacíamos nosotros trasmitiendo cultura. Es decir, el dar a conocer textos científicos, literarios o políticos se hacía siempre desde la crítica y desde la propuesta de la opción contraria. Una posición nunca es fuerte si no se sabe frente a qué va, y cuáles son sus debilidades o en qué es fuerte y puede superar al contrario. Si esto se le da a la clase obrera, sabrá como clase mantener una posición político-social más clara. Así fue cómo la Policía enseguida se interesó».

l Vigilancia permanente. «Tuve cierta suerte porque frente a policías que había en la Comisaría de la calle Cabrales, muy dura, muy cabrona, muy criminal, había otros que no se mojaban tanto. Un tal Morán, creo recordar? Cuando me llamaron por primera vez, a los pocos mese de haber comenzado, me amenazaron para que lo dejara. Recuerdo que en uno de esos interrogatorios, con todos a mi alrededor, uno de ellos trató de insinuar con el gesto una violencia más inmediata. "Tiene usted que dejar esas cosas". "No puedo". "¿Por qué?". "Porque es lo único bueno que he hecho en mi vida". Entonces, ese Morán y otros dijeron: "Cuidado con lo que hacemos porque dice que es lo único bueno que ha hecho en su vida". Había una vigilancia permanente y cada poco me llamaban por teléfono: "Venga usted acá», para tratar de esto, o lo otro, o lo de más allá". Fui sorteando los interrogatorios, pero cuando intervino Oviedo, con el comisario Claudio Ramos, la cosa ya fue mucho más dura».

l CNT clandestina. «Cuando intervino el comisario Ramos la cosa fue más dura, y yo ya estaba políticamente más lanzado. No he pertenecido a ningún partido, pero he trabajado en plataformas con comunistas, socialistas, republicanos? Los cenetistas fueron los últimos que entraron. Aparte de que yo tenía una tradición familiar, y aparte de mi historia del campo de concentración en Francia, yo no tuve contacto con la CNT clandestina a lo largo de ese tiempo. Un día apareció en mi casa un hombre, Aquilino Moral, de Duro Felguera, y me dijo que había sido compañero de mi padre y con él había fundado el POUM en Asturias. Me habló de mi padre y de cómo estaba en aquel momento la CNT en La Felguera. Al marchar, me dijo: "¡Salud, compañero!". El saludo y levantar el puño era nuevo para mí. Seguí manteniendo la relación con él y me di cuenta de que era un verdadero militante, un hombre que se había entregado por entero a la causa y que además no se casaba con nadie. Por él empecé a tener contactos con la CNT clandestina, y ésta se fue acercando más a lo que era el grupo de la Academia de Cura Sama».

l Pordiosero social. «La actitud de Ramos era cada vez más dura, más cabrona. Un día, en Oviedo, se sentó al lado mío en un café. "Hola, ¿qué tal?", me dijo. "No sé quién es usted", y fue como si le hubiera insultado. Se levantó y gritó: "¡Acompáñeme!". Me llevaron al "cuartón" de la Comisaría, al lado del Reconquista, y me tuvieron allí el día entero. Ramos me dijo: "No vuelva usted más por Oviedo"; pero en el año 1965 coincidió que era el centenario de Séneca y los estudiantes me pidieron que diera una conferencia en la Universidad. Yo tenía entonces una audiencia tremenda. Después, Ramos fue a Gijón: "Le dije a usted que no volviera a Oviedo, por lo tanto, le voy a cerrar la academia", y la cerró por las buenas. Años después, durante el estado de excepción de 1970, cuando ya estaba en funcionamiento CRAS (Comuna Revolucionaria de Acción Socialista), me llevan a Comisaría y está Ramos presente. Los interrogatorios fueron duros. Ramos no llegó a pegarme nunca; lo más que hizo fue ponerme el puño en la cara, sin atreverse a descargar, con lo que yo sentía los pelos de sus nudillos. Y me dijo: "Es usted un pordiosero social". Me dio mucho que pensar y me dije: "Coño, tiene razón este hombre"».

l Tirar panfletos. «CRAS comienza por mis experiencias políticas. Hacia 1965 viene a verme un cura obrero de Mieres, creo recordar que Nicanor López Brugos, con cuyo hermano, alumno mío, yo tenía mucha relación. Me dijo que había 5.000 mineros en huelga y yo le di mi opinión: "La huelga es el arma fundamental de la clase obrera y hay que mirarse bien antes de hacerla, para que no caiga en desprestigio, pero una vez lanzada hay que llevarla al triunfo". "Entonces -dijo él-hay que tirar papel", escribir panfletos clandestinos. Escribí el panfleto, y la CNT estaba de acuerdo, pero no podía firmar con los comunistas, y los socialistas tampoco. Fui a los comunistas y les dije: "Tiradlo vosotros, pero no con el nombre de PC, sino de Oposición Obrera". Pasaron los días y la huelga se fue a la mierda; por alguien del PC me enteré de que no habían tirado el panfleto porque no les convenía la huelga, porque el proletariado asturiano estaba demasiado avanzado para la situación en la que estaba el partido, y ellos pretendían que el PC estuviera a la cabeza. Entonces rompí de hecho con el PC. Nos encontrábamos en los sitios comunes, pero había siempre fricciones. En esta situación estaba hasta que me di cuenta de que sin una estructura propia trabajabas para otros como el PC. Esa estructura fue CRAS, que nace en 1969, con una estrategia completamente distinta de la de los partidos, de abajo hacia arriba. A los tres meses CRAS decidió entrar en pleno en CNT, hasta que dos años más tarde grupos que había dentro que eran marxistas quisieron que CRAS se declarara organización marxista y, claro, la mayoría no estábamos por ello. Valorábamos el marxismo, pero veíamos sus errores. Desde entonces decidimos trabajar sólo como CNT».

l Ruptura de la clandestinidad. «Simultáneamente con la Academia de Cura Sama habíamos creado el grupo Gesto. Siempre tuve no sólo afición al teatro, sino confianza en su fuerza. El grupo «La Máscara» tenía problemas para elegir obras en el Ateneo Jovellanos, había muchos roces, y le ofrecimos un espacio escénico. Gesto también organizaba conferencias públicas sobre teatro o temas sociales, en las que podía camuflarse un poco la cuestión política. Nuestra intención en la forma antifranquista de proceder era un poco la ruptura de la clandestinidad, es decir, se mantiene la clandestinidad en los términos en que era obligatorio, pero fuera de eso se actuaba públicamente. Nos reuníamos en el café Manacor, o en el San Miguel o el Costa Verde, y tratábamos asuntos políticos. Para nosotros era fundamental el abrirse a la gente no politizada, no indoctrinada, pero que sentía la realidad. Recuerdo que cuando me metieron preso durante el estado de excepción apareció Gijón lleno de pintadas: "Rúa preso". Eso movía a la gente y lo tuvo en cuenta la Policía, porque impactaba en algo que ellos creían tener perfectamente dominado y aletargado».

l Levantar la casa. «No podía dar clases en el instituto o la Universidad. Me habían echado de la Universidad de Oviedo en 1963. Era profesor auxiliar y duré un mes. Alarcos era el decano, y protesta y fuerza al rector a darle explicaciones de mi expulsión. Entonces el rector le pasa mi informe policial, que decía: "José Luis García Rúa, hijo de Emilio García, destacado dirigente de la CNT muerto en el frente de Oviedo siendo miliciano rojo. Pretende ser profesor, pero es un hombre de conducta dudosa". En la Escuela de Comercio explicaba Alemán y en abril o mayo también me expulsaron. En 1971 una catedrática de Francés del Instituto de El Coto, Marilines, me dice que hay la posibilidad de que vaya como profesor a la Universidad Laboral de Córdoba. Llamo y les digo: "Miren ustedes, que yo soy un perseguido político". "¿Usted va a influir en los alumnos?". "Como profesor nunca hago proselitismo político". "Si es así, no tendrá problema". "Pero mire usted, que voy a levantar la casa". En efecto, levanto la casa en Gijón y me voy con mi mujer y mis tres hijos, Emilio José, Francisco y Héctor. Duré un mes en Córdoba, hasta que el Gobernador Civil dice: "Rúa, fuera". Ese gobernador civil había sido jefe de la Central Nacional Sindicalista en Gijón cuando las huelgas y me conocía. Me veo con Castilla del Pino y otros, y doy clases particulares para poder seguir viviendo. Estaba a punto de volver a Asturias cuando un compañero muy generoso y muy bueno, Pedro Cerezo Galán, hoy catedrático jubilado de Filosofía de Granada y entonces jefe de estudios del Colegio Universitario de Jaén, me dice: "Si quieres, yo te hago un contrato de dos años y no te pueden tocar". Así fue, pero al hacer el siguiente contrato el Gobernador dice que no se firmaba. Entonces los alumnos y profesores se pusieron en huelga indefinida y la Diputación le dice al Gobernador que me permita trabajar sin contrato. Después Pedro Cerezo me trajo a Granada. Entre tanto, se había creado un cuerpo de profesores adjuntos, y yo lo era por oposición en Salamanca, pero me decían que tenía servicios insuficientes. Lo llevé de Juzgado en Juzgado, y ahí quedó el caso paralizado, pero al morir Franco algunos jueces empezaron a portarse de otra manera y me concedieron la plaza. Fui profesor adjunto de Filosofía hasta 1988. Me jubilaron a los 65 años con 65.000 pesetas; había estado 14 años fuera de la Universidad y mis servicios eran insuficientes. Pero me hicieron profesor emérito y lo fui hasta 2003, durante 15 años, cuando el máximo eran dos. Estoy muy agradecido a Granada por todo. Fui secretario general de CNT del 1986 a 1990, y director en dos ocasiones del periódico de CNT».

l El precio. «Fue muy duro el fallecimiento de mi esposa, Gisela, el pasado agosto. No sé, pero parece que una fuerza interior no me permite quedarme quieto, ni metido en mí mismo, porque pienso, sobre todo, en los demás. Fue lo que le dije a ella un día: "Me caso para dedicarme a los demás". Eso significa ahora mismo pensar en esta crisis y actuar coherentemente, resistiendo lo que se pueda. Me arrepiento de muchas cosas de mi vida personal, pero de mi vida en relación con lo social, de eso, no me arrepiento de nada. Tuve que vivir mucho fuera de mi familia, que ha sido casi trashumante. Mi mujer e hijos lo soportaron todo y, en fin, de alguna manera creo que es el precio que tuve que pagar por una dedicación, y lo hice con la esperanza de que sirviera de algo».

CNT-AIT PUERTO REAL

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