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jueves, 19 de enero de 2012

Las siete virtudes del amor libre

Tenemos que hablar del amor, de los triunfos del amor. El amor libre es una exigencia libertaria que se opone pronto a los matrimonios arreglados o al corsé estatista de un contrato que encierra a la mujer como si fuera una propiedad del hombre. Sacudiéndose la tiranía de un patriarcado establecido sobre el dominio de las mujeres, la cuestión del amor libre sigue siendo el proyecto de la libertad de amar. Porque el amor libre es ante todo una crítica de la exclusión.


Evidentemente, algunos pueden creer que el amor libre está perfectamente introducido en las costumbres de una liberación sexual anunciada. Porque así es en las ideas libertarias, y su fuerza original se infiltra por aquí y por allá poco a poco, muchas veces sin premeditación. De la camaradería amorosa y revolucionaria elaborada por Émile Armand a la vida aislada de los solteros, el camino de la igualdad de los sexos no parece sin embargo tan fácil. Aquí reside el combate cotidiano contra las exclusiones.

La primera conquista del amor libre ha sido aclarar la diferencia entre reproducción y sexualidad. Porque explotando esta diferencia se ha fabricado la desigualdad, una desigualdad obscena que ha permitido encerrar a las mujeres en la estrecha obligación de la reproducción. La sexualidad no se resuelve con la reproducción y existen todas las conductas en la naturaleza. Si la viviparidad humana tiene sus obligaciones, ya no es posible alegar esas dificultades para establecer, con pleno derecho, la desigualdad. El deseo del niño no está negado por la sexualidad libre. Y no es menos cierto que si la reproducción supone un compromiso amoroso, éste puede estar fundado en un consentimiento libre. Cuando se instituye realmente como una alienación del individuo, el contrato que hace rígido el matrimonio pretende a veces presentarse como un medio de protección del débil, presuponiendo la incapacidad de responsabilidad en los protagonistas. Al negar la humanidad misma de los individuos, el contrato matrimonial se convierte rápidamente en una póliza de costumbres, prohibiendo la homosexualidad y otras formas amorosas, inscribiendo la exclusividad de la relación amorosa en beneficio del control de la crianza de la progenitura.

Biológicamente, el ser humano se coloca entre el bonobo y el gorila. Si del bonobo tiene una cierta reivindicación de la pluralidad de las conductas sexuales, con el gorila comparte la exogamia de las féminas. En el gorila, en efecto, las hembras son apartadas del grupo de pertenencia. El pachá reina solo en un harén de hembras procedentes de intercambios con otros grupos. Encontramos algo así como la concepción de la comunidad de mujeres desarrollada por Carpócrates y el comunismo primitivo de los agnósticos libertinos. Entre los humanos, las mujeres salen del grupo y [en muchos países] el cambio de nombre de soltera a nombre de mujer casada establece esa ruptura. Pero el humano no siempre exhibe poligamia. Los múltiples grupos humanos, desde los papúes a los indios, llevan a cabo a menudo una estructura comunitaria. La pareja exclusivamente monógama es progresivamente construida a lo largo de la Edad Media, y se impone singularmente durante la transformación industrial del siglo XIX. Le sucede la pareja, cuya soledad molesta a la sociedad. No obstante, al emanciparse de la obligación de reproducirse, la sexualidad lleva a los individuos a descubrirse los unos a los otros, a sentirse y a comprenderse. Así es como los bonobos utilizan la sexualidad para evitar que surjan conflictos.

El segundo éxito del amor libre es haber eliminado la coraza de las fábulas religiosas. El rechazo de la bendición no sólo se ha opuesto a la injerencia religiosa en los asuntos de las personas, sino que ve el juramento religioso como la negación misma del amor. Al romper las cadenas que imponen las iglesias, el amor ha recuperado algo de su candor.

Las religiones monoteístas, al imponer la exclusividad del dios que veneran, reinvindican la exclusión. Su dios no sólo ha ensangrentado una parte del mundo, sino que ha podrido el matrimonio al prohibir la anticoncepción y la libertad. Han sido necesarias las leyes republicanas sobre el divorcio para abrir una brecha en esa eternidad. Al emanciparse de dios, el divorcio ha perturbado enormemente a sus lacayos sectarios. Ha introducido la fractura fundamental que rompe la extensión temporal del juramento. Al introducir la libertad en el seno de la relación humana, el amor libre ha encontrado rápidamente su injerencia atea, estableciendo un abismo definitivo en el aparato cínico de las ceremonias devotas.

El tercer éxito del amor libre consiste en esa ausencia de reducción del otro. El niño ya no es un bastardo. En lugar de perpetrar la ilegítima consecuencia de un concubinato, es un hijo del amor. Es incluso pertinente en la comunidad familiar reconstituida, y todos los niños son reconocidos como iguales. El enamorado no es cornudo, la persona no es infiel. El amor se ha hecho plural, y a la familia propietaria le sucede una comunidad de individuos libres. Esta es la actitud que me lleva a reconocer en el otro al individuo último que construye mi amor. No entra ya en esas categorías humillantes y obscenas contenidas en la institución de la exclusión. Como rechazo a estas disminuciones, el amor libre contiene verdaderamente una idea revolucionaria al privilegiar la autonomía individual.

La cuarta victoria de la exigencia libertaria del amor libre tiene lugar a partir de 1968, con el deseo de autenticidad, el rechazo de la exclusividad en las relaciones y una voluntad de transformación de las culturas cotidianas. Esta reivindicación de la autenticidad de los amores ha sido caricaturizada a menudo como una mera sucesión de relaciones múltiples y superficiales. La sexualidad exclusiva (monogamia exclusiva, homosexualidad exclusiva, poligamia) no existe en la naturaleza, la única norma es la diversidad en el comportamiento sexual. Sin embargo, la liberación de las actividades sexuales puede agotarse en su propia contradicción, llevando de la autonomía aparente de las personas a la soledad desigual del aislamiento en el mundo mercantil. El amor libre no se reduce al sexo liberado ni a la promiscuidad lujuriosa. Por el contrario, la experiencia libre del otro supone una búsqueda de autenticidad. Cada uno y cada una revelan una persona única, un amor diferente que no puede reclamar ese capricho infantil de la exclusividad. La libertad que constituye nuestra individualidad es primero una exigencia de confianza, de relaciones sin la cárcel de la exclusión.

Porque el sentimiento amoroso es una contrucción paradójica, en la que cada uno tiene su experiencia singular y, no obstante, es compartida por todos. Nos designa como alguien único sobre la tierra al estar enamorados de otra persona única, y sin embargo todos hemos tenido esa experiencia. Muchas veces no hay otras razones que las de uno mismo. ¿Cómo establecer en nombre de esto la increíble perversidad de la exclusión de los otros? El matrimonio instituye esta regla doble de la exclusividad impuesta y de la sospecha inevitable porque el compromisos se considera infinito. Los celos, ese "prejuicio de la propiedad", como decía Armand, envenenan la relación amorosa y sin embargo son valorados en la sociedad mercantil. En esa penitenciaría de costumbres, las dos partes se deben desconfianza. Nosotros, por el contrario, afirmamos que el rechazo de la exclusividad amorosa es una fundamento necesario para el amor libre.

La quinta cualidad del amor libre está contenida en el trastocamiento de la economía doméstica que ha provocado esta exigencia libertaria. El matrimonio instituye la dependencia económica y sexual de las mujeres. La guerra de los sexos ha instaurado el matrimonio en una sujeción femenina a diferentes tareas no retribuidas. La familia presupone compartir de modo desigual las tareas, y la ausencia de remuneración por las actividades particulares. Llevar la casa, rápidamente encargado a las mujeres, constituye una parte de la organización económica curiosamente llevada a cabo con una servidumbre absoluta y sin sueldo. Al subrayar esta disparidad, la reivindicación de igualdad del amor libre ha puesto totalmente en desuso esta servidumbre doméstica y ha establecido las bases de una revolución de la vida cotidiana. Y "los que prefieren la revolución y la lucha de clases sin aludir explícitamente a la vida cotidiana… tienen un cadáver en la boca", como aseguraba Vaneigem.

El sexto mérito del amor libre es reconocer la fuerza legítima del deseo. Clasificados por los devotos en el apartado de las obsesiones, el deseo y el fantasma son desplazados hipócritamente a lo negativo del amor. Para la fuerza pública, la seducción de las mujeres se reduce a su duplicidad, y el deseo de los hombres se limita a la concupiscencia. Se ha instituido incluso el concepto policial de provocación pasiva. Para los funcionarios del Estado, el deseo es algo así como la vergüenza del amor. El fundamento biológico de las atracciones seductoras es perfectamente identificado y al mismo tiempo desaconsejado por el matrimonio. La atracción amorosa es demasiado animal, "un encuentro de salivas" decía Cioran. Lo que da lugar a la atracción de los otros reside también en lo extravagante.

Numerosos animales hacen gestos insólitos para seducir a su compañero. La tendencia a la exageración es un componente fundamental de la biología que permite explicar la exuberancia de los rasgos sexuales entre los animales, como el color en los pájaros, la cola del pavo real o las pinzas del cangrejo de mar. La biología evolutiva muestra que los rasgos artificialmente aumentados pueden incluso superar las estimulaciones simples. El hombre no es indiferente a la exageración de esos rasgos, como muy bien saben los publicistas, que "mejoran" los retratos femeninos para aumentar las ventas de un producto. Si el maquillaje y el tratamiento de imágenes son las últimas mentiras del mundo mercantil, también es cierto que nuestra mente es cada vez más natural. Es probable que la atracción nazca biológicamente de ese estímulo supranormal, un estímulo excesivo que desencadena una atracción más intensa, con la ayuda de ciertas feromonas. En el curso de la evolución biológica, los procesos de selección sexual han aumentado la presencia de esas características extrañas que estimulan el deseo sexual. El deseo nace de lo sensorial y su fundamento es biológico. Incluso las representaciones y dibujos femeninos, incluso las muñecas que usan los niños, todo lo que afecta a la parte baja del cuerpo humano constituye el problema, aunque se disimule con la longitud de las piernas, los ojos grandes, la finura del talle, exagerando todos los rasgos del deseo. Así, la belleza física no sería más que la impresión de un deseo formado por la composición de caracteres exagerados. Entonces es posible interrogarse sobre los determinismos del deseo, la imagen con la que nos quedamos los enamorados prisioneros al reconocer a la vez el dinamismo vivaz que constituye el deseo, y la inercia de sus constituyentes, que pueden también engañarnos. El deseo es un componente fundamental que el amor libre ha rehabilitado.

La séptima fuerza del amor libre reside curiosamente en lo incierto. La única cosa que conoce el enamorado es su propio sentimiento íntimo. Sólo existe una certeza en el amor, mi propia razón. La respuesta del otro se establece en lo desconocido. El deseo que funda el descubrimiento del otro es tan confuso que el sentimiento no desaparece nunca totalmente. El amor se prescribe como una fuerza oculta. Pero lo incierto establece igualmente la verdad del amor, la soledad de su vigor. Porque el amor no está fundado en un derecho. El malentendido no reside sólo en el miedo al engaño, al disimulo. El enamorado no tiene más derecho que el de amar. El drama casi roza la comedia. Entonces, las pruebas del amor serían exigidas como fragmentos de esos juramentos perdidos. Yo no tengo derecho a nada del amor del otro aunque tengo derecho al amor. Aquí la humanidad se construye sin obligaciones ni restricciones. Hay en la incertidumbre una fuerza viva que reconoce intuitivamente la libertad del otro. Es también un pequeño sufrimiento, que descubre a ese individuo irreductible su libertad y su humanidad.

Decididamente, el amor libre instaura a la vez una reconciliación amorosa de las libertades y una exigencia de emancipación social. He aquí todo el sentido crítico de Lucienne Gervais: "Se representa a menudo al amor haciendo burla a los viejos: pues bien, yo veo al amor, libre al fin, haciendo burla a las morales caducas, a los viejos usos y a las viejas costumbres. Veo al amor haciendo burla al viejo mundo".

Thierry Lodé

(Le monde libertaire)

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