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domingo, 28 de septiembre de 2014

RAMON MERCADER EL CATALAN ILUMINADO QUE ASESINO EN NOMBRE DE STALIN


Ramón Mercader, el catalán iluminado que asesinó en nombre de Stalin

A Stalin no le gustaba compartir asiento, era una manía que tenía. Tampoco daba segundas oportunidades; por ello convirtió la Unión Soviética en un inmenso cementerio abonado por pensadores y opositores de toda índole, hasta rubricar una cifra incalculable. Era un asesino de masas instalado en la cúspide del poder, algo bastante frecuente en esas alturas. A pesar de las proclividades diabólicas de este peculiar sujeto, era más que venerado en la URSS por el tradicionalmente huérfano pueblo ruso, que si de algo sabia, era de convivir con el miedo.

Pero Stalin tenía un adversario que le generaba una singular inquina y unos cuantos quebraderos de cabeza.

Stalin no era muy aficionado a la lectura y cualquier forma de reflexión que cuestionara su poder omnímodo le provocaba reacciones alérgicas

En uno de los acontecimientos centrales del siglo XX, en la dura disputa para la sucesión en la presidencia del “politburó” –máximo órgano ejecutivo del partido comunista–, el que sería el delfín de Lenin, León Daviddovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, desaparecería de forma súbita de la escena pública iniciando el viaje final tras dos botellas de vino y una potente fractura craneal ocasionada a tal efecto por un aplicado alpinista que jamás había escalado cumbre alguna. Con gran esmero y no poco énfasis, le abriría la cabeza en dos. Se llamaba este enviado del camarada Stalin Ramón Mercader.

Un operativo montado por la GPU rusa, una de las instituciones precursoras del famoso y temido KGB, con el nombre en clave de Utka –"pato" en ruso–, se llevaría por delante a una de las mentes más preclaras del comunismo por su probada capacidad de liderazgo y autocritica, algo que brilla por su ausencia en la clase política. Stalin no era muy aficionado a la lectura y cualquier forma de reflexión que cuestionara su poder omnímodo le provocaba reacciones alérgicas, hasta el punto de que se convirtió en un taimado ejecutor y genocida sin ambages.

En los círculos de poder de la Rusia de aquella época, nadie cercano a aquel georgiano de poblado bigote y fornida complexión dormía sin una ampolla de cianuro o una bala en la recamara de su Tokareff; era lo más sensato y una buena previsión ante las visitas inesperadas. La prisión de la Lubianka en aquel entonces funcionaba a pleno rendimiento y por sus ventanas se escapaban impotentes gritos de dolor de aquellos incautos que habían cuestionado las directrices de uno de los grandes monstruos que han poblado la galería de non gratos.

Situaciones esperpénticas, como la de fruncir nada más que el ceño ante una cuestión que requería una respuesta afirmativa y sin dilaciones, podían significar una larga estancia en Siberia. Una aseveración inmediata era una garantía de longevidad. Si no, unos cuantos palmos de tierra eran una opción nada desdeñable.

La revolución por excelencia

En el ideario político de aquella época, aplicado al momento que vivía Rusia, había dos claras tendencias o corrientes salidas de los debates de la Segunda Internacional. Por una parte se produce una importante escisión entre aquellos que se inclinan por una alternativa parlamentarista y legalista, los mencheviques, y los que quieren pasar a la clandestinidad atendiendo a la aparente inutilidad de una actuación democrática, los bolcheviques. Por lo tanto, choque de trenes.

Ya el veintidós de enero de 1905, en el llamado Domingo Sangriento, una multitud de trabajadores había sido masacrada literalmente a las puertas del Palacio de Invierno en San Petersburgo cuando pedían pan, trabajo y libertad. Pero este primer ensayo general de la revolución rusa fracasa en diciembre del mismo año por la sostenida acción policial  que se traduce en una sangría intolerable de obreros, campesinos e intelectuales, insoportable para el incipiente movimiento revolucionario.

La cólera de Stalin no reparó en mientes; más de dos docenas de familiares directos de León Trotsky fueron volatilizadas

Pero la represión constante que intentaba evitar el cambio de ciclo solo auguraba un drama de mayor calado. Doce años después y tras varios millones de muertos, el 25 de octubre del año 1917 el poder de los soviets entraría no sin dificultad en la historia, a través de una de las revoluciones más famosas de la humanidad. Deshacerse de aquel yugo llevaría a los hombres y mujeres de Rusia a la conquista necesaria de una utopía que al final solo sería como todo en la política, un burdo espejismo.

En la pugna por la sucesión de Lenin, dos pesos pesados se enfrentarían, con todos los recursos a su alcance, por el poder sucesorio. Tras el ataque de apoplejía que dejó a Lenin en fuera de juego, Zinóviev, Kámenev y el propio Stalin se pusieron manos a la obra para deshacerse del carismático e insubordinado Trotsky. La cólera de Stalin no reparó en mientes; más de dos docenas de familiares directos, hijos, mujeres de estos y todo lo que pudiera tener alguna relación con León Trotsky fueron volatilizadas, torturadas salvajemente, o cuando no, ejecutadas sumariamente, o abducidos por algún lejano Gulag. El sello estalinista del horror, marca de la casa, perseguiría a León Trotsky hasta México para conseguirle un billete en primera en su postrer viaje a la eternidad.

Un asesino poco común

Trostky encarnaría el romanticismo de una revolución rusa en retirada y más próxima a los postulados iniciales de la Revolución. Pero lo que tenía muy claro era que los Estados-nación se habían convertido en obsoletos ante la internacionalización de la economía, de ahí que bregara vehementemente por una globalización del comunismo.

Por otro lado, Stalin convertiría la administración rusa en una maquinaria donde la burocracia y el estatismo se anquilosarían para los restos. La desidentificación del sujeto y la invasión de la esfera privada de los ciudadanos se ejecutarían a sangre y fuego y sin concesiones. Ningún opositor podía aspirar a vivir en aquel infierno de silencio. Y Rusia con su prole de repúblicas asociadas causaba un poco de pavor todas juntas. Pero la URSS no era el único país ni el único protagonista de aquella glaciación de salvajismo que asoló el siglo XX.

Y aquí entra en escena Ramón Mercader. Ramón Mercader era un hombre refinado, inteligente, cultivado y de la alta burguesía catalana y con una madre un poco chalada y algo obsesionada con el gran padrecito Stalin; pero Mercader no era un sicario al uso ni un asesino en el sentido más drástico y peyorativo. Mercader era el mejor entre sus pares. Sus más básicos instintos podían ser perfectamente reciclados por una coartada entrelazada entre los mimbres de un alto ideal. Mercader no solo fue un oficial republicano durante la guerra civil española, sino que además ejerció como abogado, periodista, historiador y maestro. Ciertamente no perdía el tiempo.

Ingresó en los servicios secretos soviéticos gracias a los vínculos con Moscú adquiridos durante la terrible Guerra Civil española. En 1937 viajaría a la URSS, donde se le entrenaría  específicamente y donde cambió su identidad por la de Jacques Mornard, identidad que le acompañaría siempre. La NKVD –franquicia especializada en crímenes en serie que  Stalin había rediseñado a su medida– le asignó una complicada misión: asesinar a Trotsky sí o sí.Tras un estrambótico periplo llegaría a México, donde su objetivo vivía exiliado desde 1930.

Trotsky sufrió dos atentados, el primero de ellos ocurrido en mayo de 1940. Veinte hombres armados hasta los dientes y comandados por Leopoldo Arenal Bastar y su cuñado, el pintor David Alfaro Siqueiros, lograron penetrar en  la casa con la complicidad de uno de los guardaespaldas de Trotski, que era un agente doble. Tras disparar cerca de 400 tiros, que se dice pronto, él y Natalisa Sdova, su compañera de fatigas en tan larga huida, salvarían milagrosamente la vida. Finalmente, los guardias de Trotsky conseguirían hacerse con la situación, repeliendo a los intrusos y poniéndolos en fuga, cosa relativamente fácil, ya que estaban con acusados síntomas etílicos.

Pero ese solo fue uno de tantos asaltos.

Mercader se infiltraría en la casa de la calle Viena en Coyoacán usando una novia postiza para la ocasión. El 20 de agosto sería el día señalado para el crimen. Ramón Mercader entra presto en el despacho del líder revolucionario, superando las reticencias –ya se había hecho de “la casa”–, de los seis  guardaespaldas. Sin más preámbulos y a la primera oportunidad se consumaría la tragedia. El 21 de agosto, Trotsky fallecería a las siete de la tarde. Todo rápido, muy a la rusa, y con puesta en escena latina.

Vida en prisión y delación

Con la detención por asesinato de Jacques Mornard, el alias de Ramón Mercader, comienza su segunda vida. El condenado sufrirá vejaciones y  torturas periódicas durante los primeros seis años de prisión. El juez que lleva su causa, Raúl Carranza Trujillo, psicoanalista muy avanzado  para su época, le somete a una larga batería de preguntas de lo que deduce que padece “un activo complejo de Edipo por parte de una madre dominante y de una figura paterna siniestra”. Es obvio que se refiere a Stalin ya que de sus biógrafos no se desprende referencia a conflicto alguno destacable con su progenitor, el marido de la que estaba chiflada.

Mercader, después de ser convertido en héroe de la Unión Soviética, fue discretamente retirado a un segundo plano

En prisión se encargará de alfabetizar a más de un millar de presos. Su hazaña solidaria aparecerá en las primeras páginas de los rotativos locales extendiéndose por todo el país y el mismo presidente de la república mexicana, Lázaro Cárdenas  –un militar demócrata al que España y su República deben mucho– entrará en prisión a condecorarlo por su labor humanitaria. Pero hay un punto de inflexión en su andadura carcelaria, cuando el escritor Víctor Alba, da al traste con su celoso y exacerbado anonimato. Ya fuera un lapsus o una pregunta capciosa, la realidad es que descubrió su verdadera identidad al visitarlo en la cárcel y saludarlo con un “¿Com va tot”? (¿cómo va todo?, en catalán), a lo que Mercader le contestó:"Vest´en a la merda”, respuesta que  no necesita traducción.

Es inexplicable cómo un ser tan talentoso dilapidó su vida y se hundió en la larga noche carcelaria, en los entresijos de una vida fantasmal. Perdió su mar Mediterráneo, sus Ramblas, y mucho más, su verdadera identidad. ¿Por qué? ¿Qué razón tan poderosa le llevó a perpetuar un fidelidad tan extrema a alguien que jamás llegaría a conocer?

Trotsky no tenía muchos seguidores dignos de tal nombre. En los días pretéritos a su fallecimiento, quizás una veintena, entre los que se significaban Diego Rivera y su original consorte Frida Kahlo; pero a su funeral acudirían más de doscientos cincuenta mil inesperados y fervientes adeptos. Ambos nombres, Trotsky y Mercader, perviven indisoluble y lamentablemente asociados.

En la actualidad yace en el jardín de la casa museo o “casa asilo” a la que tantas veces aspiró como centro integrador y de acogida para cualquier exilado que lo necesitara. Mientras, Mercader, después de ser convertido en héroe de la Unión Soviética, fue discretamente retirado a un segundo plano. Padecía una enfermedad terminal que toreó como pudo debajo de una sombrilla en Cuba. Un día de octubre, cuando el viento de otoño aparece sorpresivo en La Habana, a una hora temprana, acogido por la tranquilidad del alba, haría el viaje definitivo.

Trotsky, lo que el viento se llevó. Mercader, una curva cerrada de la historia.

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