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miércoles, 8 de mayo de 2013

MARCAS MANCHADAS CON SANGRE


MARCAS MANCHADAS CON SANGRE

Érase una vez un mundo en el que los productos –lo que el lector y yo consumimos a diario para satisfacer nuestras necesidades o caprichos, desde vestirnos hasta alimentarnos, pasando por contemplar en el televisor el partido de nuestro equipo favorito– se habían revestido de una capa inmaterial que los dotaba de una nueva entidad expresada en forma de marca. Dotados de esa nueva capa, los productos se habían ido alejando progresivamente de sus usuarios, arrebatados por unos curiosos trabajadores –más propiamente magos que trabajadores– cuya misión consistía en diferenciar productos idénticos en función de la marca que ostentaban. De tal manera que, para los ciudadanos de a pie, ya no se trataba en lo esencial de consumir productos, sino de adherirse por mediación de su consumo a la marca que mejor conectaba con él y con cuya imagen más se identificaba; y ello con independencia, al menos relativa, de la necesidad que el producto correspondiente venía a satisfacer o el capricho a cuyo servicio se encontraba.

Ahora bien, para que este escamoteo del producto por la marca funcionara, lo primero que había que hacer era escamotear la producción. Y así se puso en marcha el gigantesco trasvase que preside desde hace décadas el comercio y la economía mundiales: mientras los productos insignificantes eran elaborados en su mayor parte en ignominiosas factorías situadas en los lugares más apartados del globo que hubieran escandalizado al mismísimo Charles Dickens y a salvo, por tanto, de la mirada de los consumidores occidentales a quienes iban destinados, esos mismos productos eran milagrosamente transfigurados en marcas pletóricas de significación una vez que recibían el bautismo de aquellos trabajadores-magos: publicitarios, expertos en marketing, diseñadores, etc., especialistas todos ellos en transfigurar el producto en marca y en convertir de este modo el consumo –no de productos, sino de marcas; no de realidades materiales, sino de entidades inmateriales– en el centro de la existencia individual de aquel consumidor y en el corazón de un imaginario como el hoy vigente en todo el mundo, en virtud del cual la imagen de algo –por ejemplo, la famosa marca España– prima con mucho sobre las realidades que puedan existir bajo ella y que precisamente se trata de ocultar, de negar o cuanto menos de disimular.

Como resultado de todo ello, la economía mundial está basada en la actualidad en el siguiente postulado perverso: para que el producto sea apreciado como marca, lo imprescindible es que el consumidor no tenga acceso a las condiciones en que el producto se produce; ya que dicho acceso eliminaría de entrada la mencionada transfiguración del producto en marca y con ello la función instrumental que hoy cumple el consumo como mecanismo al servicio de la valorización del capital.

Y así, cuando el consumidor prefiere una determinada marca y se adhiere al imaginario construido en torno a la misma por aquellos trabajadores-magos, lo fundamental es que no sepa en qué condiciones se ha producido el correspondiente producto: ya que ello la desprendería de todo el hechizo de que la han revestido los mencionados trabajadores-magos, reduciéndola a un vulgar objeto material destinado antes o después precisamente a consumirse y con ello a convertirse en desecho.

Ahora bien, la realidad es demasiado tozuda. Esta fantástica construcción que hoy preside la llamada economía “real” en cuanto vía de entrada al capitalismo de casino que nos gobierna no está exenta de que, de cuando en cuando, algún hecho más o menos accidental la conmueva. Cuando, bajo las ruinas de la reciente catástrofe de Bangladesh y entre los centenares de cadáveres que se han ido desenterrando, aparece un cuaderno donde figuran determinadas anotaciones correspondientes a encargos de una empresa como El Corte Inglés o etiquetas de la marca Mango, no hay duda de que la imagen de la correspondiente marca se va a ver, en mayor o menor medida, cuestionada. “O sea --puede llegar a pensar el consumidor-- resulta que esos maravillosos productos que se nos brindan en esos rutilantes Días de Oro son ni más ni menos que el resultado del trabajo de unos miserables de Bangladesh que ganan en una jornada de catorce o dieciséis horas menos de lo que yo gasto en una caña en el bar de la esquina.” Y, tal vez, puede que incluso toque los pantalones vaqueros que se disponía a comprar con una cierta aprensión, como buscando sin querer el rastro de sangre que tal vez se ha depositado en ellos.

 Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Las campañas de los Días de Oro de El Corte Inglés son mucho más frecuentes en nuestros medios de comunicación que las esporádicas noticias acerca de catástrofes sucedidas en países tan remotos como Bangladesh. Pasada la conmoción causada por la noticia, los fantásticos anuncios a través de los cuales se organiza la trasmutación del producto en marca seguirán reinando en nuestro imaginario colectivo e individual, y seguiremos respondiendo como borregos a sus llamadas por la sencilla razón de que, en este capitalismo fantasmagórico que vivimos, se trata de la única oportunidad verdaderamente a nuestro alcance de “realizarnos” –es, obviamente, un decir– como personas.

 Por eso, las soluciones tipo parche no funcionan en el presente caso. No se trata de boicotear una determinada marca que ha sido especialmente señalada en el acontecimiento reseñado, ni siquiera de “exigir” unas condiciones laborales en los países del llamado “tercer mundo” que serán sistemáticamente vulneradas. La solución ha de venir de una vía mucho más radical: se trata de desmontar un sistema que escinde de modo radicalmente artificial la producción del consumo; de modo que el consumidor del “primer mundo” ignora (o más bien finge ignorar) las condiciones en que se elaboran los productos que adquiere en nuestros rutilantes establecimientos, mientras la materialidad del producto ha sido a su vez erradicada por unas marcas inmateriales que ponen el consumo al servicio de unos fines que claramente lo desbordan y desnaturalizan.

¿Qué para ello habrá que desmontar de cuajo el vigente sistema de producción-consumo? Se trata precisamente de ello. Y esta es la labor que los verdaderos partidarios de transformar las condiciones en que vivimos deberán plantearse como tarea a abordar y a planificar cara a las próximas décadas.

(*) Antonio Caro. Profesor jubilado de la Universidad Complutense de Madrid y autor de "De la mercancía al signo/mercancía".

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