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martes, 13 de noviembre de 2012

RELATO DE UN FUSILADO


Relato de un fusilado

El que está sentado a la mesa es Juan Carlos Livraga. Es un hombre menudo, sencillo, que habla con carraspera. Tiene ochenta años y seis meses. Y dice que los gatos lo esquivan, porque tiene más vidas que ellos. Juan Carlos Livraga es el mismo que a los 24 años fusiló la dictadura de Aramburu en un basural de José León Suárez. Es el mismo que sobrevivió a esa pesadilla y el mismo que se animó a contarla a Rodolfo Walsh, seis meses después de ocurrida. Es el “fusilado que vive”, el protagonista de un relato que fue el punto de partida de la investigación más impactante del periodismo argentino, condensada en el libro Operación Masacre. Ahora, Juan Carlos Livraga se dispone a repetir su historia a Página/12. Es la primera vez que lo hace ante un medio gráfico nacional. Cuenta su historia y más: sus contactos con Walsh, su vida posterior en Estados Unidos, el encuentro con Néstor Kirchner y las consecuencias físicas que aún sufre por los balazos de la noche trágica que empezó el 9 de junio de 1956.

Ese día, el general Valle dirigió una sublevación militar contra la dictadura. Para sofocar la rebelión fue implantada la ley marcial. Pero antes de que entrara en vigencia, en Florida fue arrestado un grupo de civiles que la policía creyó vinculado con el motín.

–Yo ni siquiera era peronista. Nunca lo fui.

Aclara el hombre, aunque sabe que si lo hubiera sido, la barbarie igual no tendría justificación.

–¿Alguna vez entendió por qué lo detuvieron?

–Esa duda la tengo siempre, porque nunca supe.

Nunca supo, dice, por qué lo detuvieron, por qué lo fusilaron. Había trabajado en albañilería desde niño junto a su padre. Había trabajado en la Aeronáutica. Luego fue colectivero. Ese era su trabajo cuando sucedió todo.

–¿Empiezo a contar de cero?–propone.

–Empiece a contar de cero.

–Yo vivía a una cuadra y media de donde me pasó. Tenía un amigo del otro lado, Vicente Rodríguez. El día 9 de junio yo manejaba un colectivo de la línea 10, que venía de Chacarita a Munro y pasaba por la esquina ésa. Ese día empezaron las cosas al revés. Yo llevaba cinco días sin trabajar porque el coche estaba en el mecánico y me llaman los patrones para decirme que ya estaba arreglado. Ese día había partido entre Colegiales y All Boys. Y yo tenía una cita con una muchacha que hacía tiempo la venía trabajando en el colectivo. Fui invitado por ella a bailar en la Hostería de Munro, un lugar muy agradable. Yo iba con el colectivo repleto, baja la gente en el estadio, voy a arrancar y se rompe el palier. Con toda la rabia del mundo cerré la puerta y dije, bueno, voy a ver el partido. Comí un sandwich de chorizo y una Coca-Cola. Hacía un frío terrible. Cuando falta un minuto, All Boys le hace 1-0 a Colegiales. ¡Para qué! A mí me gustaba ese equipo. Bueno, me fui para mi casa caminando. Llegué descompuesto, lo que comí me hizo mal por el frío y la amargura. Le dije a mi papá que me iba a acostar porque después tenía que salir y él me dijo: “¿Así como estás te vas a ir?”. “Sí, papá, usted sabe que citas son citas y no hay que fallar.” Al salir, alguien me silba de atrás. Era este amigo Vicente Rodríguez. “¿Adónde vas?”, me dice. “Tengo un asunto que me espera en Munro. Pero voy temprano.” “Ah, fantástico, ¿por qué no venís a la casa de un amigo a escuchar la pelea de Lausse y Loayza?” Le dije, bueno, tengo tiempo. Me meto en el departamento, era un pasillo atrás. Había dos personas que no conocía, Rodríguez y yo. Me senté al lado de la radio, ellos jugaban al chinchón. Después vi un revólver tan viejo que si le ponían una bala salía para atrás. Ganó Lausse por nocaut y yo dije: “Me voy, Gordo, que se me hace tarde”. Abrí la puerta y un policía me da un culatazo en el pecho, caí bajo un mueble y ahí quedé. Después me levantan como un trapo y me llevan afuera, hasta la esquina, unos diez metros. Ahí veo que hay un colectivo de la línea 19, que no pasaba por ahí, lleno de gente, otros policías y una persona parada en la ochava de uniforme militar. Yo no sabía quién era. Me llevan con él, saca una 45 y empieza a pegarme. “¿Dónde está Tanco? ¿Dónde está Cogorno?”

En Operación Masacre, Walsh cuenta que el colectivo había sido secuestrado por la policía para el operativo. Y que el hombre de uniforme militar era el jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires Desiderio Fernández Suárez. Tanco y Cogorno eran junto a Valle los líderes de la rebelión.

“Para mí era todo nuevo –sigue Livraga sorprendiéndose hoy–. De política no me interesaba ni sabía. Yo le decía no sé. Y él me decía: “¿Con esa facha vas a hacer la revolución?”. Y no dejaba de golpearme. Después me suben al colectivo, ahí vi a otra gente que conocía del barrio. Nos llevan a la Regional San Martín. Cuando nos meten en una habitación conté 16.”

–¿Usted y quince más?

–Exactamente. Después me enteré de que estaba el dueño de la casa, que vivía adelante, Miguel Angel Salvador Giunta. A Rodríguez le dije: “Gordo, ¿estás metido?”. El me dice: “No”. Le digo: “Si estás metido –como teníamos que declarar– decímelo a ver qué podemos decir”. Yo estaba de campera de gamuza, camisa y corbata. Bien vestido y con documentos. Le dije al oficial, cuando me atiende: “Escúcheme, ¿usted cree que alguien que va a hacer un robo o algo malo va a andar vestido así y con documentos?”. Yo iba a un baile y hasta di el nombre de la muchacha. Mientras, leía en la hoja al revés lo que había declarado Rodríguez, mejor dicho no lo que declaró, lo que quiso escribir el oficial. Yo le explico lo mismo y cuando me hace firmar, leo y le dije “esto no es lo que dije yo”. “Mirá, pibe, más vale firmá.” Yo pensé un segundo y dije más vale firmo y después veremos. Volví y después fueron a declarar los demás. Como a las tres de la mañana, íbamos al baño una vez cada uno y al policía le sacábamos alguna palabra. Ahí me enteré del levantamiento en La Plata, el general Valle y todo eso. Como a las cinco y pico de la mañana, seis, nos sacan en un carro de asalto, yo voy adelante, éramos cinco, y cuatro policías que venían con el fusil, casi dormidos. Atrás iban otros, después supe que iban Troxler, Lizaso y otros más, porque en la otra habitación de la casa donde nos llevaron había más gente. Bueno, nos llevan. ¿A dónde? Seguro a Campo de Mayo. Llegamos a la estación de José León Suárez, de ahí por una ruta. Estaba todo oscuro, pero yo sabía dónde estaba. Dijeron “bajen los cinco”, bajaron los policías y ahí detrás veo una camioneta con gente adentro. Después supe que era el comisario Rodríguez Moreno. Caminamos como unos cien metros y ahí sentimos el golpe de manivela que para mí era conocido. Eran los fusiles.

–Ahí recién se dieron cuenta de que los iban a matar.

–Sí, recién ahí. Y ahí viene un desparramo, los gritos y a uno lo agarró la desesperación. Se viene a mi lado a agarrarme. Yo lo sacudo y me tiro cuerpo a tierra, pero mirando hacia ellos. Al otro lo vi que escapó por el campo en diagonal. Corrió más rápido que los tiros. Era Giunta.

–¿Ya habían empezado los tiros?

–Sí, pero a mí no me habían pegado, sí a los que estaban al lado. Cuando terminaron de tirar, en un momento siento que paran donde estaba yo y me enfocan en la cara. Entonces yo moví los párpados.

Se venía el tiro de gracia. De los doce que la policía debía fusilar aquella noche, siete se salvaron. Uno de ellos fue Livraga, que se hacía el muerto. Pero esa luz lo traicionó.

–Empezaron a tirarme –recuerda–. Me tiraron tres tiros. Uno me pegó en la nariz, apenas me sacó un pedacito. Otro me perforó la mandíbula de un lado a otro y a partir de esa época quedé sordo de ese oído. Y el del brazo es una 45, me lo pegó Rodríguez Moreno.

–¿Y entonces?

–Me quedé sin moverme, siento que se van. Volvieron al carro de asalto y ahí hubo unos tiros, se habían escapado uno de los presos y dispararon contra los policías, eso lo supe después. Cuando vi que ya no había moros en la costa, me levanté y vi a los que estaban muertos. Rodríguez tenía once tiros. Yo tomé el mismo camino que hizo Giunta. Al llegar al cruce de la barrera me caigo desmayado junto a una garita donde había policías adentro. Eran cuatro o cinco cuadras, pero no habían sentido los tiros porque con el frío estaban encerrados. Uno me preguntó qué me pasaba y yo sólo vomitaba sangre. Me suben a un jeep y me llevan al policlínico San Martín. Me dejan en la sala de primeros auxilios y ahí las muchachas me salvaron parte de la vida. Mientras me curaban me preguntan si tenía el teléfono de mi papá y yo se los di con los dedos. Cuando me estaban por llevar a terapia intensiva vi que había llegado. Pero como a las nueve de la noche me viene a buscar la policía.

–Se lo llevan otra vez.

–Sí, y lo primero que hicieron fue buscar mi ropa. Querían recuperar el certificado que me habían dado por las cosas que me sacaron en la Regional y que llevaba la fecha en la que había entrado. Pero las enfermeras salvaron el papel, se lo habían dejado a mi papá sin que se diera cuenta. Ese papel probaba que lo que dijeron ellos después era mentira: que me escapé, que me había tiroteado con la policía, incluso que me habían matado. Mi papá recibió del gobernador el certificado de defunción mío, porque había muerto en un tiroteo.

–¿Cuándo le mandan el certificado a su padre?

–A los dos días, porque mi papá había mandado un telegrama para saber qué había pasado conmigo y le respondieron con eso.

–¿Y después del hospital?

–Me sacan prácticamente desnudo y me llevan de paseo en una camioneta descubierta. Me di cuenta de que buscaban que me muriera solo, paraban en todo teléfono público que hubiera para recibir las órdenes. Así me tuvieron hasta las dos de la mañana. Al final me llevan a la 1ª de Moreno y me meten en el calabozo. Vino un médico y me dio dos pastillas, pero yo hice que me las tomaba y después me las saqué. Ahí me tuvieron 28 días, sin atención médica, ni comida, ni nada. Nadie se podía acercar a ese cuartito, puro cemento y a oscuras. Un día vienen unos auditores a tomarme declaración, qué declaración si no podía hablar. Entonces me mostraron algo escrito y me amenazaron. Yo dije, medio muerto y muerto, firmé lo que inventaron ellos, eso del tiroteo y que me escapé.

–¿Entonces?

–Entonces un día las cosas cambiaron. Vinieron dos suboficiales nuevos y como no estaba el sargento entraron a verme, yo estaba con barba, desfigurado, flaco, sin la mitad de los dientes, perdí quince kilos. Me quisieron preguntar, pero no pude hablar por cómo tenía la boca. Y les dio tanta lástima que se fueron a comprar fruta, naranja, mandarina. Yo la empecé a chupar y me dio una diarrea que aunque no tenía nada en el estómago me pasé un día y medio revolcándome en el piso. Al día siguiente estaba tan mal, todo oscuro, desesperado, y siento una sombra atrás. No puedo decir quién fue, pero me empezó a hablar, me dijo que me calmara y yo me sentí más tranquilo. Al día siguiente me traen ropa y después me dicen: “Vamos a la cárcel de Olmos”.

–La cárcel parecía mejor que el calabozo de la comisaría.

–Sí, pero cuando salimos estaba oscuro y yo temí otra vez. En eso se descompone el jeep. Yo dije, de ésta ya no me salvo. Pero pararon en un taller mecánico, arreglaron la falla y a la ruta. Llegamos a Olmos, abren la puerta y ahí a Juan Carlos Livraga lo cambiaron. Uno de los presos dice un cuento, que yo estaba ahí por haber matado a cuatro policías. No sé de dónde lo sacó, pero eso cambió mi vida, me empezaron a respetar. Quedé en manos de los presos, uno de ellos, el capo de la cárcel. Era la mafia. Me protegieron, me cortaron el pelo, me afeitaron. Me pude bañar, me dieron ropa. Nunca comí la comida de la cárcel, me hacían comida los presos y empecé a recuperarme. Ahí me encontré con Giunta. Yo lo creí muerto, pero estaba con los presos políticos. Me cuenta que no le habían disparado, que después se entregó, y que lo habían amenazado, le hacían como que lo mataban y se volvió medio loco, pobre. Y me cuenta que un abogado cobraba 15 mil pesos para sacar gente de la cárcel. “El no me cree a mí”, me dijo Giunta. Al día siguiente estaba ahí el doctor Von Kotsch. Era un hombre joven, de la parte de Frondizi, intransigente. Me preguntó y le conté. Le conté del papel, que lo tenía mi papá. Era lo que esperaba él.

–Una prueba.

–Sí. Me dice, dame el teléfono de tu papá que lo voy a ir a ver. Fue a mi casa, arregló y fue de ahí mismo a la Regional San Martín. El comisario le dice una sarta de mentiras. Pero el abogado le mostró el papel. Y salió con mi reloj, mi cinturón y los veinte pesos. Empezó a moverse con el doctor Doglia, que era un fiscal y antes de los quince días me dijo que me iba a sacar. Nunca aceptó un centavo.

–Y lo sacó.

–Todas las noches venía una voz de ultratumba que decía: “Atención a la población”. Y llamaba a Fulano y a Mengano. A muchos los llamaban para darle picana. Esa noche, al final, la voz dice: “Juan Carlos Livraga y Miguel Angel Salvador Giunta”. Todos vienen y me dicen: “Juan, te vas, te vas”. Yo no creía. Me llevan y me encuentro con mi abogado. Ahí me quedé tranquilo. Me hicieron el pianito y quedé libre. Era 17 de agosto. El abogado me dio dinero y ahí fuimos con Giunta a tomar el tren. El estaba muy mal, pobrecito. Llego a Florida, caminé las siete cuadras, en mi casa no sabían nada. Siempre cuando yo llegaba le pegaba un silbido a mi mamá. Y silbé. Mi mamá salió a los gritos, mi papá se estaba preparando para ir a verme. A las dos horas había más de cien personas en mi casa. Mi papá era italiano y allá en Italia era costumbre que cuando volvía de la guerra alguno de los hijos prendían fuego tres días y mataban una vaca. En mi casa se hizo. Tres días de fiesta, todos borrachos, se abrazaban, cantaban.

–¿Ahora sigue con problemas físicos?

–La primera operación en la boca duró 16 horas. Llevo siete operaciones, tengo todo de platino, arriba perdí todos los dientes, hubo que hacer todo de nuevo. Y me quedó un agujero arriba que cuando terminaba de comer tenía que hacer fuerza con la nariz tapada para que saliera la comida por el agujero y no se infectara. Igual me agarró una infección muy grande. Me llevaron a la Facultad de Odontología con un nombre falso para que no me reconocieran. Y ahí me curaron. Hasta ahora me cuesta mover la mandíbula, si la abro mucho se me sale. Tengo una sinusitis crónica. Y tuve otro problema. Cuando con la 45 Fernández Suárez me pegaba acá (se señala el estómago), me quedó todo negro durante ese mes que estuve preso. Resulta que me afectó la aorta. En el 2006 me operaron porque estaba muy mal, y al abrir encontraron una bola de sangre de doce centímetros en el nacimiento de la aorta. Era un coágulo que se empezó a formar ese día, fue creciendo y me lo sacaron 50 años después.

–¿Alguna vez recibió alguna disculpa del Estado?

–No.

–¿Y la muchacha de la cita?

–Nunca más la volví a ver.

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