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viernes, 6 de enero de 2012

LAS 12 PRUEBAS DE LA INEXISTENCIA DE DIOS 3ª PARTE DE 4

Si el silogismo de los filósofos espiritualistas reúne estas dos condiciones, es irrefutable y sólo me resta inclinarme; pero si le falta una sola de estas dos condiciones, él es nulo y sin valor, y el argumento se hunde por entero.


Para conocer el valor, examinemos las tres proposiciones que lo componen:

Primera proposición mayor:

''No hay efecto sin causa”.

Filósofos, tienen ustedes razón. No hay efecto sin causa; nada es tan exacto. No hay, no puede haber efecto sin causa. El efecto es la consecuencia, la prolongación, el finalizamiento de la causa: la idea de efecto llama necesariamente e inmediatamente la idea de la causa. Si fuese de otra manera, el efecto sin causa sería un efecto de nada, lo que sería absurdo.

Sobre esta primera proposición, pues, estamos de acuerdo.

Segunda proposición, menor:

“ El universo es un efecto”.¡Ah! Ante esto, pido tiempo para reflexionar y solicito explicaciones: ¿Sobre que se apoya una afirmación tan neta, tan tajante? ¿Cuál es el fenómeno o el conjunto de fenómenos, cuál es la constatación o el conjunto de constataciones que permite pronunciarse en un tono tan categórico?

Ante todo, ¿Conocemos suficientemente al Universo? ¿Lo hemos estudiado, escrutado, registrado, comprendido, para que nos sea permitido ser tan afirmativos? ¿Hemos penetrado en sus entrañas? ¿Hemos explorado los espacios inconmensurables? ¿Hemos descendido a las profundidades de los océanos? ¿Hemos escalado todas las alturas? ¿Conocemos todas las cosas que pertenecen al dominio del Universo? ¿Nos ha entregado él todos sus secretos? ¿Hemos arrancado todos los velos, penetrado todos los misterios, descubierto todos los enigmas? ¿Lo hemos visto todo, oído todo, palpado todo, sentido todo, todo observado, anotado todo? ¿No debemos ya aprender nada más? ¿No nos queda nada por descubrir?. En una palabra, ¿Estamos en condiciones de emitir sobre el Universo una opinión formal, un juicio definitivo, una sentencia indudable?

Nadie puede responder afirmativamente a todas estas cuestiones y sería profundamente digno de lástima el temerario, puede decirse el insensato, que osase pretender que conoce el Universo.

¡El Universo! Es decir, no solamente el ínfimo planeta que habitamos y sobre el cual se arrastran nuestros miserables huesos; no solamente esos millones de astros y de planetas que conocemos, que forman parte de nuestro sistema solar, y que vamos descubriendo a medida que pasa el tiempo; sino esos Mundos y esos Mundos de los que conocemos o adivinamos la existencia y cuyo número, cuya distancia y cuya extensión son incalculables.

Si yo dijese: “El Universo es una causa”, tengo la certidumbre que desencadenaría espontáneamente los gritos y las protestas de los creyentes; y no obstante, mi afirmación no sería más insensata que la suya.

Mi temeridad igualaría a su temeridad: he aquí todo.

Si me inclino sobre el Universo, si lo observo tanto como le permiten a un hombre de hoy los conocimientos adquiridos, constato un conjunto increíblemente complejo y tupido un enlazamiento inextricable y colosal de causas y de efectos que se determinan, se encadenan, se suceden, se alcanzan y se penetran. Percibo como el todo forma una cadena sin fin, cuyos anillos están indisolublemente ligados y constato que cada uno de estos anillos es a la vez causa y efecto: efecto de la causa que lo determina; causa del efecto que le sigue.

¿Quién puede decir: “He aquí el primer anillo, el anillo de Causa”?. Y ¿Quién puede decir: “He aquí el último anillo: el anillo Efecto”?. Y ¿Quién puede decir: “Hay necesariamente una causa número primero, hay necesariamente un efecto número último...”?

La segunda proposición: “El Universo es un efecto”, está faltada, por lo tanto, de la condición indispensable: la exactitud.

En consecuencia, el famoso silogismo no vale nada.

Añado que, incluso en el caso en que esta segunda proposición fuese exacta, faltaría aún establecer, para que la conclusión fuese aceptable, que el Universo es el efecto de una Causa única, de una Causa primera, de la Causa de las Causas, de una Causa sin Causa, de la Causa eterna.

Espero sin impaciencia, sin inquietud esta demostración. Es de las que se han intentado muchas veces y que jamás han sido hechas. Es de las que puede decirse sin mucha temeridad que no estarán jamás establecidas seriamente, positivamente, científicamente.

Añado, en fin, que incluso en el caso en que todo el silogismo fuese irreprochable, sería más fácil volverlo contra la tesis del Dios Creador, a favor de mi demostración.

Ensayémoslo: ¿No hay efecto sin causa? Sea. ¿El universo es un efecto? De acuerdo. Así, pues ¿Este efecto tiene una causa y es esta causa lo que llamamos Dios? Una vez más, sea.

No se apresuren ustedes a triunfar, deístas, y escúchenme bien:

Si es evidente que no hay efecto sin causa, es también rigurosamente evidente que no hay causa sin efecto. No hay, no puede haber causa sin efecto. Quien dice causa, dice efecto; la idea de causa implica necesariamente y llama inmediatamente la idea de efecto; si fuese de otra manera, la causa sin efecto sería una causa de nada, lo que sería tan absurdo como un efecto de nada. Así, pues, queda bien entendido que no existen causas sin efectos.

Ustedes dicen que el Universo efecto, tiene por causa Dios. Conviene, pues, decir que la Causa-Dios, tiene por efecto el Universo.

Es imposible separar el efecto de la causa; pero es igualmente imposible separar la causa del efecto.

Afirman ustedes, en fin, que Dios-Causa es eterno. De ello saco en conclusión que el Universo-Efecto es igualmente eterno, pues a una causa eterna ineluctablemente corresponder un efecto eterno.

Si fuese de otra forma, es decir, si el Universo hubiese comenzado, durante los millares y los millares de siglos que, quizá, han precedido a la creación del Universo, Dios habría sido una causa sin efecto, lo que es imposible, una causa de nada, lo que sería absurdo.

En consecuencia, siendo Dios eterno, el Universo lo es también, y si el universo es eterno, es que no ha comenzado jamás, es que no ha sido jamás creado.

SEGUNDA SERIE DE ARGUMENTOS

PRIMER ARGUMENTO

EL GOBERNADOR NIEGA AL CREADOR

Hay quienes y forman legión a pesar de todo, se obstinan en creer. Concibo que, pese a todo, se pueda creer en la existencia de un creador perfecto; concibo que pueda creerse en la existencia de un gobernador necesario; pero me parece imposible que se pueda creer razonablemente en el uno y en el otro al mismo tiempo: esos dos Seres perfectos se excluyen categóricamente; afirmar al uno es negar al otro; proclamar la perfección del primero, es confesar la inutilidad del segundo; proclamar la necesidad del segundo, es negar la perfección del primero.

En otros términos, puede creer en la perfección del uno o en la necesidad del otro; pero es irrazonable creer en la perfección de los dos; precisa elegir.

Si el Universo creado por Dios ha sido una obra perfecta; si, en su conjunto y en sus menores detalles, esta obra hubiese carecido de defectos; si el mecanismo de esta gigantesca creación hubiese sido irreprochable; si tan y tan perfecta hubiese sido su organización que no hubiese debido temerse ningún desarreglo, ni una sola avería, en una palabra, si la obra hubiese sido digna de este obrero genial, de este artista incomparable, de este constructor fantástico que se llama Dios, la necesidad de un gobernador no se hubiese hecho sentir.

Una vez dado el primer empuje, puesta en movimiento la formidable máquina, hubiese bastado abandonarla a sí misma, sin temor de accidente posible.

¿Por qué este ingeniero, este mecánico, cuyo papel es el de vigilar la máquina, dirigirla, intervenir cuando es necesario y aportar a la máquina en movimiento los retoques necesarios y las reparaciones sucesivas? Este ingeniero habría sido inútil; este mecánico habría tenido objeto.

En este caso, no precisa un Gobernador.

Si el Gobernador existe, es que su presencia, su vigilancia, su intervención son indispensables.

La necesidad del Gobernador es como un insulto, un desafío lanzado al creador: su intervención atestigua la torpeza, la incapacidad, la impotencia del Creador.

El gobernador niega la perfección del Creador.

SEGUNDO ARGUMENTO

LA MULTIPLICIDAD DE LOS DIOSES DEMUESTRA QUE NO EXISTE NINGUNO

El Dios Gobernador es y debe ser poderoso y justo infinitamente poderoso e infinitamente justo.

Pretendo que la multiplicidad de las Religiones atestigua que está faltado de potencia y de justicia.

Abandonemos los dioses muertos, los cultos abolidos, las religiones apagadas. Estas se cuentan por millares y millares. No hablemos más que de las religiones vivas.

Según las estimaciones mejor fundadas hay, en el presente, ochocientas religiones que se disputan el imperio sobre mil seiscientos millones de conciencias que pueblan nuestro planeta. No es dudoso que cada una se imagina y proclama que sólo ella está en posesión del Dios verdadero, auténtico, indiscutible, único, y que los demás dioses son dioses de bromas, falsos dioses, dioses de contrabando y de pacotilla, que es obra pía el combatirlos y el aplastarlos.

Yo añado que, aunque sólo hubiera habido cien religiones, en lugar de ochocientas; aunque no hubiera habido más que diez, aunque únicamente hubiera habido dos, mi razonamiento tenía el mismo vigor.

¡Y bien! Afirmo que la multiplicidad de estos dioses atestigua que no existe ninguno, porque ella demuestra que Dios está faltado de potencia y de justicia.

Poderoso, habría podido hablar a todos con la misma facilidad que a uno solo. Poderoso, le habría bastado con mostrarse, con revelarse a todos sin más esfuerzo del que ha necesitado para revelarse a unos cuantos.

Un hombre el que sea no puede mostrarse, no puede hablar más que a un número limitado de hombres; sus cuerdas vocales tienen una potencia que no puede exceder de ciertos límites, ¡ pero Dios ¡...

Dios puede hablar a todos no importa el número con la misma facilidad que a unos cuantos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe resonar en los cuatro puntos cardinales. El verbo divino no conoce ni distancia, ni espacio. Atraviesa los océanos, escala las cimas, flanquea los espacios sin la menor dificultad.

Ya que le satisfizo --la religión lo afirma-- hablar a los hombres, revelarse a ellos, confiarles sus propósitos, indicarles su voluntad, hacerles conocer su Ley, habría podido hablar a todos sin más esfuerzo que el empleado hablando a un puñado de privilegiados.

No lo ha hecho, puesto que unos le niegan, otros lo ignoran, otros en fin, ponen este o este otro Dios a aquel otro de sus concurrentes.

En estas condiciones, ¿ no es discreto pensar que no ha hablado a ninguno y que las múltiples revelaciones no son otra cosa que múltiples imposturas; mejor que, si ha hablado a algunos, es que no ha podido hablar a todos?

Si así fuese, yo le acuso de impotencia.

Y, si le acuso de impotencia, le acuso asimismo de injusticia.

¿Qué pensar, en efecto de ese Dios que se muestra a algunos y se esconde de los otros? ¿Qué pensar de ese Dios que dirige la palabra a los unos, y guarda silencio ante los otros?

No olvidéis que los representantes de ese Dios afirman que él es el Padre y que todos, con el mismo título y en el mismo grado, somos hijos bien amados de ese Padre que está en los cielos.

Y bien, ¿Qué pensáis de ese padre que, lleno de ternura para algunos privilegiados, les arranca, revelándose a ellos, a las angustias de la duda, a las torturas de la vacilación, mientras que, voluntariamente, condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tormentos de la incertidumbre? ¿Qué pensáis de ese padre que se muestra a una parte de sus hijos a los tormentos de la incertidumbre? ¿Qué pensáis de ese padre que se muestra a una parte de sus hijos en el resplandor deslumbrante de Su Majestad, mientras que para los otros, permanece rodeado de tinieblas? ¿Qué pensáis de ese padre que, exigiendo de sus hijos un culto, respetos, oraciones, llama a algunos elegidos a escuchar la palabra de Verdad, mientras que, de forma deliberada, niega a los otros este insigne favor?

Si estimáis que ese padre es justo y bueno, no os sorprendáis de que mi apreciación sea diferente.

La multiplicidad de las religiones proclama, pues que Dios está faltado de potencia y de justicia. Y Dios debe ser infinitamente poderoso e infinitamente justo, los creyentes lo afirman; si le falta uno de estos atributos: la potencia y la justicia, no es perfecto, si no es perfecto, no existe.

La multiplicidad de los Dioses demuestra, por lo tanto, que no existe ninguno.

TERCER ARGUMENTO

DIOS NO ES INFINITAMENTE BUENO; EL INFIERNO LO DEMUESTRA

El Dios Gobernador o Providencia es y debe ser infinitamente bueno, infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba que no lo es.

Seguid bien mi razonamiento: Dios podía --puesto que es libre-- no crearnos; él nos ha creado.

Dios podía --puesto que es todopoderoso-- crearnos a todos buenos; ha creado a buenos y a malos.

Dios podía --puesto que es bueno-- admitirnos a todos en su paraíso, después de nuestra muerte, contentándose con el tiempo de pruebas y tribulaciones que pasamos sobre la tierra.

Dios podía, en fin --puesto que es justo-- no admitir en su paraíso más que a los buenos y negar su acceso a los perversos, pero aniquilar a estos a su muerte, en lugar de destinarlos al infierno.

Pues quien puede crear puede destruir; quien tiene el poder de dar la vida tiene el de aniquilar.

Veamos; vosotros no sois dioses. Vosotros no sois infinitamente buenos, infinitamente misericordiosos. Tengo, sin embargo, la certidumbre, sin que os atribuya cualidades que quizá no poseéis que, si estaba en vuestro poder, sin que ello os costase un esfuerzo penoso, sin que de ello resultase para vosotros ni perjuicio material, ni perjuicio moral, si, digo, estaba en vuestro poder, en las condiciones que acabo de indicar, de evitar a uno de vuestros hermanos en humanidad, una lágrima, un dolor, una prueba, tengo la certidumbre de que lo haríais. Y, sin embargo, vosotros no sois infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos.

¿Seríais vosotros mejores y más misericordiosos que el Dios de los Cristianos?

Pues, en fin, el infierno existe. La Iglesia nos lo enseña; es la horrenda visión con ayuda de la cual se espanta a los niños, a los viejos y a los espíritus temerosos; es el espectro que instalan a la cabecera de los agonizantes, a la hora en que la proximidad de la muerte les quita toda energía, toda lucidez.

Pues bien: El Dios de los cristianos, Dios que dicen de piedad, de perdón, de indulgencia, de bondad, de misericordia, precipita a una parte de sus hijos --para siempre-- en esa mansión poblada por las torturas más crueles, por los más indecibles suplicios.

¡Cuán bueno es! ¡Cuán misericordioso!

¿Conocéis esta frase de las Escrituras: “Habrá muchos llamados, pero muy pocos elegidos”?. Esta frase significa, si no me engaño, que será ínfimo el número de los elegidos y considerable el número de los malditos. Esta afirmación es de una crueldad monstruosa que se ha intentado darle otro sentido.

Poco importa: el infierno existe y es evidente que habrá condenados --pocos o muchos-- que en él sufrirán los más dolorosos tormentos.

Preguntémonos para qué y para quién pueden ser provechosos los tormentos de los malditos.

¿Para los elegidos? ¡Evidentemente no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y no podemos suponer que su felicidad, ya inexpresable, fuese acrecentada por el espectáculo de sus hermanos torturados.

¿Sería provechoso para los mismos condenados? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de esos desgraciados no terminará jamás y que, en los millares y millares de siglos, sus tormentos serán intolerables como el primer día.

¿Entonces?...

Entonces, fuera de los elegidos y de los condenados, no hay más que Dios; no puede haber más que él.

¿Es para Dios, pues, para quien pueden ser provechosos los sufrimientos de los condenados? ¿Es, pues, él, este padre infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, quien se complace sádicamente con los dolores a los que el voluntariamente condena a sus hijos?

¡Ah! Si es así, este Dios me parece el verdugo más feroz, el inquisidor más implacable que se pueda imaginar.

El infierno prueba que Dios no es ni bueno, ni misericordioso. La existencia de un Dios de bondad es incomprensible con la del Infierno.

O bien no hay Infierno, o bien Dios no es infinitamente bueno.

CUARTO ARGUMENTO

EL PROBLEMA DEL MAL

Es el problema del Mal el que me facilita mi cuarto y último argumento contra el Dios-Gobernador, al mismo tiempo que mi primer argumento contra el Dios-Justiciero.

Yo no digo: la existencia del mal, mal físico, mal moral, es incompatible con la existencia de un Dios infinitamente poderoso e infinitamente bueno.

Es conocido el razonamiento, aunque sólo sea por las múltiples refutaciones --siempre impotentes, por lo demás-- que se le han opuesto.

Se le hace remontar a Epicuro. Tiene, pues ya más de veinte siglos de existencia; pero por viejo que sea, ha conservado todo su rigor.

Helo aquí:

El mal existe: todos los seres sensibles conocen el sufrimiento. Dios que lo sabe, no puede ignorarlo. Pues bien: de dos cosas una:

SEGUIRA EL FINAL EN LA PROXIMA PARTE

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