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domingo, 1 de enero de 2012

Gonzalo Puente Ojea | Elogio del ateísmo

La fe en Dios no se adquiere ni se abandona a base de argumentaciones lógicas. Es el resultado de las primeras fases del aprendizaje social, en el hogar familiar y en la escuela. Si al individuo le fuera propuesta la fe en los dogmas ya alcanzada la edad adulta, el gran repertorio mitológico y legendario no tendría posibilidad significativa de recibir adhesión de fe por mentes normalmente constituidas. La inverosimilitud de estas proposiciones y sus enormes contradicciones lógicas, conducirían a su rechazo en la inmensa mayoría de los casos. La fe se adquiere en el seno de una tradición en la infancia de la vida. La fe suele abandonarse posteriormente a través de procesos complejos que requieren una fuerte inversión de esfuerzo intelectual. Esto es bien conocido por las iglesias y por ello obstaculizan por todos los medios la información y el debate intelectual sobre el origen y fundamento racional de sus credos. La sinceridad con uno mismo, inteligencia e información son los principales requerimientos para liberarnos de los grilletes de la fe.


Los credos contienen un número tal de fantasías, ilusiones infantiles e incongruencias que las teologías de las religiones reveladas suelen atribuir la fe al privilegio personal de una gracia o don divino. El niño admite complacientemente una fe tan gratificante que no es probable que esté dispuesto a perderla en el resto de su vida. La persona madura que desconoce las tradiciones juzga la fe como un deseo pueril si no como una broma de mal gusto.

Pasando del plano de la catequesis popular al de la teología "ilustrada", contemplamos que los teólogos con un mínimo de decencia intelectual ya han abandonado toda pretensión de demostrar mediante argumentaciones racionales la existencia de Dios. La noción de Dios es una simple extrapolación hasta el infinito del conjunto de atributos humanos. Esta concepción estalla inevitablemente en una multitud de contradicciones lógicas que arruinan la noción de Dios. Aunque ya se haya dejado de lado la figura antropomórfica (las barbas blancas, etc.), la misma noción de Dios está totalmente impregnada de proyecciones antropomórficas.

El creyente, emplazado a asumir la prueba de sus afirmaciones respecto de la noción de Dios, termina por desistir ante esto eludiendo el reto; pero al mismo tiempo exclama lleno de júbilo que el increyente tampoco puede demostrar su negación. De todas maneras no se puede afirmar que dichas posturas sean similares. El creyente propone un concepto de Dios que sólo es una arbitraria especulación sin ningún tipo de referente existencial, y por ello mismo no la puede probar. Si se actúa de buena fe, nadie puede afirmar algo que se sabe que por definición es inidentificable, para solicitar a continuación que su oponente pruebe que no existe. Un enunciado sólo es refutable cuando recae sobre algo respecto de lo cual resulta en principio posible su negación mediante la constatación de hechos intersubjetivamente observables. Sabemos que no existen mundos de hadas, pero nos es imposible probarlo. Dios y las hadas pertenecen a un universo mental del cual puede decirse lo que se quiera, ya que nada puede refutarse. Incluso en el terreno de lo empírico los juicios negativos de existencia son indemostrables.

Ideas extraídas del libro de Gonzalo Puente Ojea  "Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión"

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